miércoles, 29 de diciembre de 2010

Coyhaique, en la Transversal Austral

Creo que me estoy haciendo viejo. Me estoy ablandando y estoy perdiendo facultades. Esta mañana, cuando llegué a Coyhaique, una ciudad de apenas 50.000 habitantes, lo que sentí fue... en fin, cómo decirlo, me resulta embarazoso,... sentí... no sé, alegría, o alivio, o qué sé yo, pero el caso es que me gustó ver las calles abarrotadas de gente, las tienditas y los bares, los autos por las calles... hasta un semáforo que vi, y me he quedado pasmado mirándolo por un rato. Tan solo espero que no vaya a peor. Es navidad y en las calles hay árboles con adornos, a pesar de lo cual los críos se bañan en las fuentes y la gente come helado… el sur, el mundo al revés.
De cualquier modo, el camino hasta aquí no ha sido veraniego, ni fácil. Casi seiscientos kilómetros desde que dejé Villa O'Higgins, la inmensa mayoría de ellos sobre un ripio malnacido que haría parecer una autopista cualquier patatal de la Abaurrea. Y a pesar de ello estoy profundamente enamorado de la ruta austral, y hay un claro motivo: sal-va-je.

Sal-va-je!!!!!!!
Pongámonos en situación, este es vuestro primer día en la carretera austral:
 El repiquetear de la lluvia sobre la lona de la tienda de campaña te despierta. Miras el reloj y es temprano todavía, apenas si las siete de la mañana, y a pesar de que notas el saco húmedo y hace un poco de frío, decides seguir durmiendo un rato, sólo un ratito más. Te das media vuelta y sueñas que estás en tu cama, en tu casa… o en cualquier lugar seco y cálido. Vuelves a despertar al rato, son casi las ocho y ha parado de llover: decides que hay que aprovechar el momento, y armándote de valor sales del saco y te vistes. Los mismos culotes de ayer, la misma camiseta, las mismas botas… todo todavía húmedo después del chaparrón, a pesar de que anoche aguantaste con ellos puestos justo hasta antes de acostarte, para que se fueran secando. Por fin sales de la tienda y echas un vistazo alrededor. Una fina bruma que se rompe en jirones envuelve las cumbres nevadas de las montañas. Desde los neveros y glaciares se escurren numerosos arroyos que bajan por doquier formando pequeñas cascadas que desaparecen en los bosques. Los árboles son altos, frondosos, y crecen formando una maraña impenetrable que amenaza con cerrarse sobre la carretera, que no es más que una estrecha cinta gris en medio de un verdor infinito. Los arroyuelos llegan al valle y esparcen sus aguas sin orden ni concierto, formando pantanos y turberas por todas partes. La vegetación lo invade todo, se ven enormes helechos, plantas de hojas gigantescas, troncos caídos recubiertos de musgos y líquenes, bejucos que trepan por los árboles buscando la poca luz... hay algunas zonas despejadas, pero cuidado, son engañosas; abultadas almohadillas de musgos color herrumbre lo cubren todo, y si pisas ahí te hundes hasta la rodilla... algunos troncos erguidos en mitad del pantano, muertos y cubiertos de líquenes, como árboles fantasma, advierten del peligro. En fin, no hay tiempo que perder. Recoges todo, desayunas y te pones en marcha, rezando para que siga sin llover... al menos un rato.

Otro riesgo son las plantas carnívoras gigantes. La de la foto acabó convertida
en menestra, después de una dura lucha.
La primera parte del día pedaleas sin mayores contratiempos, la ruta es buena y cómoda, y tan sólo hay ocasionales chubascos que ni llegan a mojarte. Un día para disfrutar, en definitiva. Al mediodía llegas a un fiordo donde la carretera termina, y para continuar debes tomar una barcaza que en cuarenta minutos te planta en la otra orilla. Embarcas y observas, con gran pesar, que cada vez empieza a llover más fuerte. Para cuando llegas al otro lado llueve a mares y, tras embutirte en el traje de agua, abandonas la acogedora barcaza, con gran pesar. Por si fuera poco, lo único que sabes de lo que te queda de día, gracias a la información que has intercambiado con otros ciclistas que te has cruzado, es que te espera una subida de las buenas. Así que, a pedalear… y con alegría, eh?! que el desánimo es peor que la lluvia. Y como te habían dicho, a los pocos kilómetros del fiordo el camino empieza a empinarse, mientras tú subes piñones, bajas platos y te desesperas al ver que no es suficiente. Sigue lloviendo y tu campo de visión está limitado al manillar de la bici, una estrecha franja de camino y los bordes de la capucha, por los que ves chorrillos de agua que caen sin parar. La subida te hace sudar y empiezas a estar tan mojado como si no llevaras impermeable, metido en una sauna rodante y asfixiándote del calor. Sólo quieres que se acabe la subida, eterna subida, que a veces te obliga a desmontar y empujar la bicicleta, con los pies chapoteando dentro de las botas. Pero cuando por fin llegas arriba, después de diez kilómetros, te das cuenta de que la bajada, empapado como estás, va a ser peor, pues te vas a quedar helado. A los pocos kilómetros de bajada desearías estar en la subida de nuevo, te duelen las manos y tiemblas de frío, hasta el punto de que debes parar para golpearte las manos y mover los brazos. Por fin, a duras penas, tras cuarenta kilómetros bajo la lluvia, calado hasta los huesos, llegas a tu destino, donde por suerte vas a poder dormir a cubierto.

Durante días y días la escena se repite, con pequeñas variaciones. Por supuesto que no me ha llovido todos los días porque si no estaría cortándome las venas, pero digamos que si esto es tan verde, es por algo. Y al igual que después de alabar una buena cena queremos conocer al chef (bueno, eso no me ha pasado nunca…), no queda otra que, tras maravillarse con la exuberante vegetación de la carretera austral, conocer a su responsable... ley de vida. De cualquier modo, los paisajes, los ríos, los lagos, los bosques,… Jesús qué bosques, se me pone la carne de gallina… de verdad que no se puede expresar con palabras, la naturaleza aquí está virgen, no hay nada más que la carretera por la que circulas, tú y la tierra como fue en un principio… y Aluminio, claro (que luego me dice que me olvido de ella…)

Mención especial merece un pequeño pueblito a orillas del Pacífico, en la desembocadura del río Baker, llamado en los mapas Caleta Tortel aunque conocido internacionalmente como Tortitas. Tortitas es un curioso pueblo creado por un grupo de colonos que se vinieron a explotar la madera del Ciprés de las Guaitecas, un árbol que crece en estas zonas pantanosas y cuya madera es imputrescible, y la curiosidad de esta localidad es que no tiene calles. Al estar en una ladera sobre un terreno pantanoso, las casas están construidas sobre pilares de madera, y las calles han sido sustituidas por un laberíntico entramado de pasarelas de madera que suben y bajan y vienen y van, aunque hay gente que dice que ni suben ni bajan, ni vienen ni van, sino que simplemente están ahí, y que es la gente quien sube y baja y viene y va por ellas.
Vista parcial de Caleta Tortel, Tortitas para los amigos
Después he remontado el Baker a lo largo de varios días. Este es el río más caudaloso de Chile, con un caudal más o menos cuatro veces mayor que el Arga cuando se va de paseo por la Rotxa, y además de eso se ha convertido en involuntario patrocinador de mi viaje por estas tierras, gracias a la enorme cantidad de truchas que me ha proporcionado. Y es que las truchas del Baker me adoran, pues en cuanto me acerco con la caña a sus orillas, empiezan a saltar como locas peleándose por ver cuál de ellas muerde el anzuelo. Gracias a ellas he podido introducir una pequeña nota de color en mi, por lo demás, espartana dieta a base de pasta y arroz. Oh, gracias, Baker!
Y bueno, la verdad que poco más para contar. Me despido con un autorretrato, que ya estoy aburrido de poner fotos de paisajes.
Yo mismo tal y como soy.
La gorra que llevo me la regaló el mismísimo Burt Reynolds en una comida de despedida que hicimos antes de mi viaje. Como se puede apreciar, la gorra está dedicada a mi Formidable Yegua Aluminio.
Hasta otra…


sábado, 18 de diciembre de 2010

Villa O´Higgins (Chile, perdido entre los hielos continentales)

Me encuentro en Villa O´Higgins, disfrutando del calor de una estufa y la comodidad de una camita. El albergue Mosco es una acogedora cañaba de madera con olor a colono de tierras inhóspitas, inexploradas, y es agradable ver la lluvia caer a través de las ventanas mientras leo, escribo y alimento con leña de lenga la cocina económica. El bien merecido descanso del jinete,... que no de la yegua, como comprenderéis más adelante.
La salida de El Chalten fue difícil, en apenas cinco días me había encariñado de Hugo, Mariana, Merce y los pequeños Goleth y Nehuen, que me dijeron adiós con pena, preguntando sin comprender si de verdad me tenía que ir... pero si, debía irme, la ruta me llamaba. Partía además con el ánimo enardecido por las lecturas que me proporcionó Hugo, relatos de Shackleton, Scott, Amundsen y otros exploradores de la Antártida, ejemplos (algunos, los que lo lograron…) de supervivencia en las condiciones más duras con las que la naturaleza nos reta. Así que un mediodía, con las alforjas llenas de víveres y las lágrimas apenas contenidas, dije adiós a mi hogar en el Chaltén y me encaminé hacia el norte.
Chaltén, la montaña que echa humo.
Desde El Chalten galopé cuarenta cómodos kilómetros hasta la Laguna del Desierto, en un recorrido que se volvía más boscoso tras cada recodo, más salvaje conforme me adentraba en un valle que se estrechaba poco a poco, siempre con la imponente y vigilante silueta del Fitz Roy recortándose a mis espaldas. A última hora de la tarde llegué a la laguna y, tras pasar con aire distraído por delante de un camping y la caseta de los gendarmes, acampé en el bosque junto a una pequeña playita. Esa noche el sueño me alcanzó pensando en la dura jornada que me esperaba al día siguiente, en que debía bordear la laguna por un sendero sólo apto para caminantes,… o eso decían.
La Laguna del Desierto es un lago de 12Km de largo, donde se acaba la carretera que llega desde El Chalten. Más allá no hay nada, o apenas nada, mas que una inverosímil travesía para llegar a Villa O´Higgins, ya en Chile. Existe un sendero para bordearla por su margen izquierda, además de un barco que en media hora, previo pago de 90 pesos, te planta en la punta norte… ¿pero qué hubiera pensado Shackleton si me viera tomar el barco? Sin pensármelo demasiado opté por el sendero. Craso error, como tuve tiempo de comprobar a lo largo de los dos días siguientes.
La Laguna del Desierto. Al fondo el Fitz-Roy.
Tras cruzar un pequeño puente colgante, que se tambaleaba amenazadoramente sobre un río de rápidas aguas, un sendero estrecho y empinado, lleno de rocas y troncos caídos, se internaba en el bosque; la pesadilla de cualquier cicloviajero. “¿Por qué no te diste la vuelta entonces?”, os preguntaréis alguno… pues porque minutos antes había dicho, ante cuatro personas que me miraron con incredulidad, que iba a cruzar por ese camino. Y uno tiene su orgullo, aunque a veces le cueste caro. Muy caro, rediós. Amunilio (como a veces la llamo en la intimidad de las solitarias noches patagónicas), que es buena yegua pero a veces terca como una mula, se plantó y dijo que nones, que ella no pasaba por ahí, y que yo vería cómo me las apañaba. Pues no quedaban muchas opciones: con un poco de cinta americana, unas correas, la esterilla y las dos alforjas delanteras, al más puro estilo McGiver, improvisé una mochila, y con las dos alforjas traseras colocadas a modo de bandolera inicié la caminata. Formidable Yegua, mientras tanto, se quedó paciendo plácidamente a la orilla del río. Yo caminé cerca de cuarenta y cinco minutos, sudando la gota gorda con los casi treinta kilos que llevo en las alforjas, cruzando arroyos y riachuelos, subiendo y bajando, saltando árboles caídos y hundiéndome en el barro hasta los tobillos en las numerosas zonas empantanadas con que me encontraba. Al cabo de ese rato dejé las alforjas y, con paso ligero, volví sobre mis pasos a por Aluminio, que esperaba rumiando su pasto y su mal humor, echándome en cara mi tardanza. Y el mundo al revés, señoras y señores: una yegua montando a su jinete. Con Aluminio sobre mis hombros repetí el camino, cruzando arroyos y riachuelos, subiendo y bajando, saltando árboles caídos y hundiéndome en el barro hasta los tobillos, hasta encontrarme de nuevo con mis alforjas. Un poco de chocolate, un trago de agua, un cigarrito y, de nuevo con las alforjas, otros cuarenta y cinco minutos de camino. De nuevo vuelta a por la bici. Otros cuarenta y cinco minutos de caminata. Parada y fonda. Y otra vez marchar con las alforjas… Hasta cuatro veces repetí esta operación, hasta que a eso de las seis de la tarde, agotado y desanimado al comprobar que sólo había avanzado poco más de la mitad de la laguna, monté la tienda, devoré una frugal cena y me dormí, todavía con el sol brillando alto sobre mi cabeza.
Al día siguiente repetí la misma operación un par de veces, hasta que llegué a un punto, ya en la costa del lago, donde pude por fin continuar cargando las alforjas en Aluminio, lo que me evitaba hacer viajes de ida y vuelta y me ahorraba mucho tiempo. A las cuatro de la tarde del segundo día llegaba a la punta norte del lago, descojonado pero con la cabeza bien alta, tras haber demostrado (¡a qué precio!) que el sendero no era sólo para caminantes.
Luchando en el fango de las trincheras
Pero no creáis que podía relajarme, pues todavía me quedaba un tramo de seis kilómetros en el que debía seguir porteando la bici por un sendero impracticable, éste si, sin alternativas más cómodas. Después me esperaba un descenso de 15Km por un camino de ripio hasta llegar a un paraje llamado Candelario Mancilla, ya en Chile, donde no hay nada más que un destacamento de carabineros, y un pequeño embarcadero donde tomaría un barco que, en cuatro horas de navegación por el lago San Martín, me llevaría, por fin, hasta Villa O`Higgins.
En la punta norte de la Laguna del Desierto hay un destacamento de gendarmes argentinos, dejados de la mano de dios, que me informaron, para mi desesperación, de que no me daba tiempo a tomar el barco de ese día. Eso me suponía esperar tres días hasta el siguiente… tres días,… ¡¡y mis exiguas provisiones no daban más que para un día más!! Intenté pescar en el lago pero no hubo suerte, y además perdí una cucharilla de las dos que me quedaban… esa noche, antes de acostarme, me dediqué a dividir en pequeñas raciones diarias la poca comida que me quedaba. Deprimente.
Al día siguiente, con renovados ánimos y un poco más optimista, a pesar de que mi situación no había mejorado, reemprendí mi camino. Empujé a Formidable Yegua camino arriba, chapoteando en el barro, resoplando, trastabillando, arañándome,… hasta que por fin, después de tres horas, llegué a la frontera Chileno·Argentina, donde por fin retomaba un camino ciclable… ¡¡no cabía en mi de gozo al poder volver a pedalear!! Ahora, todo cuesta abajo hasta Candelario Mancilla. Y ahí, de nuevo, una sorpresa… resulta que el barco del día anterior se había retrasado debido al mal tiempo, con lo que ese día si había barco… ¡mi salvación! Y lo celebré con un banquete a base del poco chorizo y queso que me quedaba, compartido con un caminante inglés que no entendía a qué venía tanta alegría,… ni falta que me hacía.
Amunilio y yo, de crucero romántico por el lago O'Higgins.
Ahora estoy por fin en Villa O`Higgins, un pueblo de apenas trescientos habitantes que parece sacado de una película de buscadores de oro en el lejano Klondike, con calles sin asfaltar, casitas de madera de un solo piso y caballos por las calles. Después de la última casa sólo bosques, montañas, ríos, lagos y una naturaleza, en definitiva, formidable (¡como mi yegua!) La única manera de salir de aquí es en una avioneta que sale dos veces a la semana, o a través de una carretera de ripio con 220Km hasta el siguiente pueblo… creo que mi elección está clara, no?
¡Que el espíritu de Shackleton me acompañe!

sábado, 11 de diciembre de 2010

El Chaltén, a la sombra del Fitz Roy

¿Alguien ha visto alguna vez un puma? Un puma, no El Puma, y no me vale tampoco en un zoo. Me refiero a un puma de verdad, con garras, y enormes colmillos, y una inquietante mirada que te evalúa como diciendo, "¿a qué sabrá eso de ahí?" ¿No? Yo tampoco, es una pena, debe ser una experiencia electrizante. El único puma que he visto fue en una foto que me mostró Raúl, un estanciero de Cerro Castillo aficionado al rodeo y a las cacerías (furtivas, claro) de pumas, sobre todo cuando en el duro invierno les da por carnear. Un hermoso ejemplar del que sólo se veía la cabeza asomando de la trasera de la ranchera. Ese invierno cayeron catorce, me confesó con orgullo.

¿Por dónde vendrán los indios? Estancia Río Mitre, propiedad de Esteban Etxeberria.
Lo que si he visto es un guinche, o zorrino patagónico que se le dice, más conocido por allá como mofeta. Cabalgaba camino del Perito Moreno en uno de esos eternos crepúsculos que se dan por aquí en estas fechas, con decenas de liebres corriendo por la estepa espantadas a mi paso, cuando de repente un mechón de pelos erizados describiendo eses entre la alta yerba me llamó la atención. Me acerqué y vi con sopresa un animalillo muy simpático, de hermoso pelo con amplias rayas blancas y negras, y una larga cola de pelos cardados. Cuando el entrañable animal se percató de mi presencia, lejos de salir huyendo, vino corriendo hacia mí, deteniéndose a un par de metros de donde yo estaba. Empezó entonces una especie de extraña danza, que yo supuse, erróneamente, un ritual de apareamiento, lo cual era perfectamente lógico, pues numerosos expertos en chanchos, chingues, cicloviajeros y otro animales malolientes, han concluido categóricamente que el olor que despido es clavadito al de un chingue hembra en celo. El caso es que el curioso animalillo, que a mí me recordaba al eternamente enamorado Pepe le Pew de la warner, no paraba de alzarse sobre sus patas traseras y dar pequeños saltitos, a la vez que emitía pequeños bufidos de asmático, mientras yo me divertía sacándole fotos y grabando algún que otro vídeo. Sin embargo, al poco me di cuenta de que empezaba a oler mal, y comprendí la verdadera intención de sus curiosas maniobras: tarde pues, aún hoy, seis días después, mi ropa conserva un nauseabundo recuerdo de ese mal bicho. Ni siquiera el viento glacial del Perito Moreno ha conseguido llevarse lejos ese olor... umh,... es sencillamente abrumador. El Perito digo, no el olor. Escuchar esa enorme lengua de hielo reptando sobre el valle, arañando la dura roca, el hielo resquebrajándose con un eco gutural, cavernoso, y finalmente fragmentos de decenas de metros de alto que se desprenden del frente y caen a las aguas del lago Argentino con un estruendo ensordecedor... te corta la respiración y, de nuevo, vuelves a sentirte insignificante...
El frente del Perito tiene unos cinco kilómetros de largo y sesenta metros de alto, y se mueve a una velocidad de unos dos metros al día... setecientos metros al año, un auténtico río de hielo, de lento movimiento, si, pero apreciable de todos modos.
Vista parcial del Perito Moreno
Lo único que se echa de menos es la prohibición de acceder hasta el glaciar en autobús o cualquier otro vehículo motorizado. Si de mí dependiera, cerraría la carretera de acceso y sólo permitiría la llegada o bien caminando, o bien en bici, modalidad esta última que estaría premiada con la degustación de un suculento asado en alguna chabolilla del bosque. No hay nada que más me joda que llegar a un lugar tan especial después de pelearme con todos los elementos durante un par de días de pedaleada y ver al llegar que hay cientos de turistas que llegan en sus buses, se bajan, sacan sus fotos y se las piran. En fin, el rencorcillo del cicloviajero, le llaman.
Ahora estoy en el Chaltén, un pequeño pueblo encajado en una garganta rocosa, al final de la estepa a la izquierda, a los pies del mítico Fitz Roy. Desde aquí pasaré a Villa O'Higgins, otro pueblito, este en Chile, comienzo de la Carretera Austral. En esta etapa dependo de un barco que sale únicamente los sábados, y he perdido el de hoy porque una inoportuna nevada me impidió salir a tiempo. Eso significa que me quedaré en El Chaltén durante una semana aproximadamente, tiempo que aprovecharé para admirar la mágica montaña del Fitz Roy desde todos los ángulos posibles. El nombre que los Aonikenk, pobladores originales de estas tierras, daban a este monte era Chaltén, que significa montaña que echa humo, y así es, pues un eterno crespón de nubes envuelve su cima, asemejando la fumarola de un volcán activo. Poco más o menos como la Higa de Monreal.

Un coloso de las montañas. Detrás, el Cerro Torre.
El inicio de la carretera Austral supondrá una nueva etapa en mi viaje. Atrás dejaré la estepa que me ha acompañado durante las últimas tres semanas, con su viento, su rala vegetación, sus horizontes infinitos, y daré la bienvenida a la selva Valdiviana, con sus eternas lluvias y brumas. En ella, los frentes cargados de humedad provenientes del Pacífico chocan contras los Andes y descargan miles de litros de agua, favoreciendo una vegetación exhuberante y primitiva, como la que debieron ver los dinosaurios que poblaron la tierra... un escalofrío recorre mi cuerpo, ¡estoy impaciente!

sábado, 4 de diciembre de 2010

El Calafate, orillas del Lago Argentino (Argentina)

El Calafate es un pueblo a las puertas del glaciar Perito Moreno que, además de hielo como para millones de gintonics, arrastra miles de turistas que se dejan sus dineros en las tiendas, hoteles y operadores turísticos que abarrotan las calles de este pueblito, por lo demás no demasiado bonito. No es la clase de lugar que me gusta, aunque el animal solitario y huraño en que me está convirtiendo la Patagonia ha sabido encontrar una guarida a su medida.
La Cueva, así es como se llama mi madriguera en el Calafate, es un lugar inclasificable que hace honor a su nombre. A medio camino entre un bar y un refugio de montaña, mitad vivienda particular y mitad albergue abierto a esa clase de viajero tirado de la peor calaña, ofrece todo lo que puedo desear. Con las paredes llenas de pintadas, banderas y parches, con fósiles y piedras de las más diversas procedencias tirados por cualquier lado, cráneos de toda clase de animales y la más variopinta colección de material de montaña en desuso, se parece tanto a mi cuarto que me siento como en casa. Acogedora a pesar del desorden y la suciedad, o precisamente por ellos, creo que esperaré aquí hasta que el tiempo mejore y pueda continuar mi ruta hacia el norte, siempre hacia el norte.
Pero no adelantemos acontecimientos, antes de nada os cuento mis últimos días.
El día que dejé Puerto Natales el tiempo un poco revuelto me acompañó toda la ruta, que por fin discurría entre montañas y bosques siguiendo el curso de un pequeño río. El fondo del valle era ancho, con el río describiendo amplios meandros y a menudo formando pequeños pantanos, y enormes moles de rocas emergían a ratos entre la niebla mostrando sus cumbres nevadas. Con tan hermoso paisaje no tenía ninguna prisa, así que tras una jornada liviana acampé junto al río. A la mañana siguiente descubrí con sorpresa que durante la noche la nieve había cubierto las laderas hasta un poco más arriba de donde yo estaba, y ese día pedaleé con intermitentes borrascas de nieve y agua que, si bien no eran muy fuertes, me metían el frío hasta el tuétano. Esa tarde la dediqué a pasear por la morrena del glaciar Grey, admirado de los enormes y azulados bloques de hielo que flotaban en el lago y sintiendo el frío viento que provenía del lejano glaciar. A la noche, de nuevo, acampada junto al río Grey. En el lugar encontré muchos restos de plumas de canquén y pelos de liebre, lo que me hizo suponer que podía tratarse del comedero de un puma, así que, por si las moscas, instalé un perímetro de seguridad en torno a la tienda colgando calcetines usados de las ramas de los árboles, con la esperanza de que el olor a tigre, que es un felino mucho más grande, ahuyentara a cualquier puma en sus cabales.
Acampando de camino a Torres del Paine
Al día siguiente el viento era atroz, tuve que pelear contra él en una lucha titánica. Yo era el único ciclista en todo el parque, sorpresa y admiración de todos los turistas que, a través de las ventanas de sus vehículos, me animaban con sus gestos y hasta me sacaban fotos, llenos de cochina envidia. Seguramente esa noche muchos de ellos, arrebujados bajo los edredones de plumas en sus confortables suites de hotel, se preguntarían a sí mismos quién era ese apuesto jinete, ese llanero solitario entregado a tan quijotesca lucha contra el viento, sin molinos de por medio.
Yo, por mi parte, esa noche me preguntaba qué tal se estaría durmiendo en un cálido hotel, en una confortable cama. Cochina vida, nunca tenemos lo que queremos.
La jornada siguiente abandonada el parque, más nieve y lluvia, viento,... un frío de cojones, en definitiva, y un sentimiento de frustración al comprobar que las tan famosas Torres y Cuernos del Paine no son en realidad otra cosa que enormes nubes que cambian de forma y color a lo largo del día.
Lago Pehoe con los Cuernos del Paine al fondo, a la derecha.
A media mañana tuve un curioso encuentro. Pedaleaba por la ruta, peleando contra el ripio suelto y la calamina (la calamina no es si no un firme ondulado al estilo de las patatas rufles, que hace que te tiemblen hasta los empastes), e intentando que el viento no me sacara de la carretera, cuando delante mía cruzó un perro blanco siguiendo un guanaco que corría como alma que lleva el diablo. El perro se detuvo al verme, para alivio del guanaco, que pudo aflojar la marcha, y para mi inquietud, pues conozco ya la actitud de los perros hacia los ciclistas. Por precaución paré y tomé unas piedras del suelo, del calibre suficiente para saltarle un ojo si le atinaba bien, y me quedé esperando la reacción del perro. Para mí sorpresa, el perro se encaminó a mí moviendo el rabo amistosamente, con la cabeza gacha en señal de sumisión, y tras dejar las piedras en el suelo le hice unas carantoñas y en seguida fuimos amigos. No se veía un alma en kilómetros a la redonda y el perro, una vez me puse en marcha, decidió seguirme. Era una gozada verle correr tras cada guanaco, perseguir los ñandúes o desviarse ante cualquier pajarillo que se cruzara en su camino, incansable y juguetón. Paré a comer y compartimos unas salchichas, y a pesar de las trabas que supondría, yo ya me imaginaba el resto de mi viaje acompañado por un perro, y es que, ¿qué más puede pedir un jinete como yo, además de una jamelga de soberbias ancas como Formidable Yegua Aluminio? Hasta le puse nombre, Sarmiento, en honor del lago Sarmiento de Gamboa, a cuyas orillas lo había encontrado. Por desgracia, nuestra incipiente amistad se vio truncada a los 15Km de habernos conocido. Al llegar a una curva un camión apareció de la nada. Venía a gran velocidad, levantando una espesa nube de polvo, y a pesar de que lo llamé, Sarmiento no me hizo caso y se quedó en medio de la carretera, como esperando el camión... y es que lo debía esperar, pues el camionero era su dueño. Se detuvo, el perro corrió hacia él, se abrazaron cariñosamente y se fueron en el camión. Formidable Yegua Aluminio y yo volvíamos a estar sólo en el camino... pero qué importaba?
Sarmiento y Formidable Yegua Aluminio en en alto en el camino
Al día siguiente crucé la frontera por el Paso Río Don Guillermo, y para mi sorpresa, el viento sopló todo el día suroeste, y yo me dirigía hacia el noreste... increíble!!!! Ese día recorrí 105Km en apenas 5h, llegando a hacer, y no es una exageración, 23Km sin dar ni una sola pedalada... mi tordilla galopaba a la velocidad del rayo mientras yo echaba rápidas miradas al cuentakilómetros, que a ratos superaba los 60Km/h... un día glorioso.
¡Nos vemos en la ruta!
Al día siguiente, tras 20Km ciclados, por no jorobar el buen sabor de boca que me había dejado el día anterior, hice los 95 restantes hasta el Calafate cómodamente sentado en los asientos de cuero de una ranchera, con Aluminio en la cama del vehículo, ondeando sus crines al viento.
Ahora estoy preparándome mentalmente para la travesía de la Laguna del Desierto, que me llevará hasta Villa O'Higgins, inicio de la Carretera Austral. Se trata de un complicado paso andino que combina ruta de ripio, un lago que hay que cruzar a bordo de un barco y un tramo de senda impracticable que me obligará a portear mis 50 kilos de Yegua durante 6 ó 7Km. Pero antes, una visita al famoso glaciar Perito Moreno.
Por lo demás, el viaje marcha estupendamente. El estado de los caminos me hace circular con un ojo constantemente puesto en la ruta, mientras con el otro vigilo, a través del retrovisor, los vehículos que vienen por detrás; y eso, unido a que debo llevar medio cerrado el ojo que va a barlovento, está haciendo que desarrolle una mirada estrábica de los más atractiva. 
La sensación de soledad en la Patagonia, cuando llevas dos días pedaleando en medio de la nada, y sabes que te quedan otros dos para llegar a cualquier parte, es sobrecogedora. Te sientes pequeñito, muy pequeñito, y a la vez te dices, olé mis huevos. Y te acuestas emocionado y feliz ( y aterido de frío). Así es la ruta!