jueves, 26 de mayo de 2011

Puerto Maldonado, Perú


1° día de navegación.

Por fin, tras una semana de retrasos y espera en Riberalta, hoy he embarcado. El bote es el Yenni-Luz, y al verlo casi me caigo de culo. Un cacharro de miedo, una chabola flotante, un cajón de madera de diez metros de largo, dos pisos, motor diesel de camión "adaptado", y una tripulación muy particular: Alciades, el piloto, un hombre de sesenta y pico con una sonrisa tranquila, apenas esbozada, que se ha ganado mi simpatía al momento reconociendo a Aluminio como lo que es, un miembro de la especie equina; su hijastro Mario, de dieciocho, que parece asustarse de mi presencia y no me mira a la cara; y Chichi, hijo natural, veintialgo años, con síndrome de Down, y que me mira con curiosidad descarada. Llevamos a rastras, además, dos barcazas tan grandes como el bote; un "zapato", que es más o menos una trainera, también de carga; y un "peque-peque", el bote de salvamento.
La mañana la hemos pasado con los pequeños detalles de última hora, bah, naderías como cargar combustible, agua de beber, algo de comida,... Cuando por fin hemos zarpado me ha dejado acojonado el ruido infernal del motor, es insoportable. Creo que en su adaptación el aislamiento acústico no fue tenido en cuenta. El bote se ha puesto en marcha muy lentamente, alejándose del puerto (si es que se puede llamar puerto a una playa enlodada) con cuidado, mientras yo esperaba impaciente a que llegáramos al centro del río para pisar a fondo y empezar a disfrutar de este emocionante viaje. Al cabo de un rato sin que la velocidad aumentara he subido a la cabina de mando (algún nombre le tenemos que dar al techado donde están todos los instrumentos de navegación de que está dotado el bote, es decir, el timón y la palanca del acelerador) y, con delicadeza, le he preguntado a Alciades si esta velocidad era la normal. Un "si" escueto, apenas susurrado, mientras mantenía la mirada fija en el río, como si un segundo de distracción pudiera bastar para estrellarnos contra la lejana orilla.
He vuelto abajo desanimado... ¡vamos más lentos que el paso de Aluminio! En fin. He buscado dónde colgar mi hamaca y me he tumbado a leer, pero, ¿cómo hacerlo con un cuatro cilindros atronando a dos metros escasos de mi cabeza?
En fin, ocho días hasta llegar a Chivé, tan sólo ocho días…


2° día de navegación.

Apenas ha amanecido cuando unos pasos en cubierta me han despertado. He salido de la cama soñoliento y, como si esta fuera la señal que estaba esperando, Alciades ha despertado a la fiera, roaarr-roaarr, ya no callará hasta la puesta del sol. Mario ha preparado para desayunar café con... pues lo ha preparado con agua y café, con qué va a ser. Menos mal que tengo unas galletitas, que he comido a escondidas. Si, soy un ser ruin. 
Tras desayunar he subido a charlar un rato con Alciades, aunque este hombre es más bien de pocas palabras, además de que el susurro en que consiste su tono habitual no ayuda demasiado en la magra conversación que mantenemos. Luego he andado un rato de un lado para otro, mirando la selva, el río, el cielo, luego otra vez la selva, de nuevo el cielo, el río... hasta que aburrido me he tumbado a leer en la hamaca. Sorprendentemente, he conseguido abstraerme, ignorar ese sonido infernal, y he leído por un buen rato. Exactamente hasta que Chichi se ha parado a mi lado y ha comenzado a hurgar, con fingido disimulo, en la bandolera donde llevo mis cosas. Le he reprendido en broma y se ha echado a reír con ganas. En vista de su atrevida curiosidad, para evitar males mayores, he sacado de la bolsa unos prismáticos para que se distrajera. Se ha quedado maravillado y ya no los ha soltado en todo el día, la boca abierta, mirando a diestra y siniestra.
A media mañana Mario ha traído algo de comer: arroz blanco con carne en salazón y plátano frito, las sobras de la cena de ayer. Me ha ofrecido el plato mirando a otro lado, retirándose después a toda prisa sin responder siquiera a mis "gracias". Más parecía que estuviera alimentado un tigre en el zoo. Mientras comía me he dedicado a mirar el río, el inmenso, gigantesco río, sus turbias aguas, la fuerte corriente, los troncos flotando,... y también las botellas de plástico aquí y allá, y los grumos de asquerosa espuma. A cientos de metros de nosotros veía las orillas, una escarpada pared de lodo de más de cuatro metros (ahora que el río va bajo), tras la cual se extiende una maraña verde homogénea, continua, sin interrupción alguna, de no ser pequeños claros de los que asoman tejados de palmas. El paisaje no varía en absoluto, se mantiene constante durante kilómetros y kilómetros, y esa monotonía resulta hipnótica. ¿Qué pasará por la cabeza de Alciades, de sol a sol sentado tras el timón, sin despegar la vista del río? Pienso que tantos años así no pueden ser buenos.
Leo el resto del día. Para cenar Mario prepara, oh sorpresa, arroz con carne en salazón y plátano frito. Al ponerse el sol amarramos el bote a una rama cualquiera de la orilla y, sin más preámbulos, nos vamos todos a dormir. De verdad, de verdad os digo, que son de pocas palabras.


3° día de navegación.

El ronco aullido del maneche, el mono aullador, me ha sacado de mis sueños un rato antes de amanecer. Me he quedado un rato tumbado, maravillado de tal sonido, hasta que finalmente se ha callado: o mejor dicho, el motor lo ha acallado. Para desayunar café y arroz con plátano frito. Otra vez, otra puta vez. 
Sentado tras el timón, con frases cortas y espaciadas que pacientemente he escuchado, Alciades me ha explicado que el canto del maneche al amanecer significa que se nos viene encima un surazo. Un surazo es una temible masa de aire frío proveniente, no podía ser de otra manera, del sur, que hace que la temperatura baje hasta unos gélidos 25 ó 26°C y llueva. La tripulación se lamenta y se abriga, y yo anhelo su llegada pensando que por fin podré respirar sin agobios. Con Mario he hecho un par de intentonas de conversar, pero imposible: responde a lo que le digo con un “si” o un “ya” esquivo y completamente ajeno a la cuestión, y deduzco que debe estar pasando una muy, pero que muy mala edad del pavo. Chichi es otra cosa: hoy ha aparecido en cubierta tambaleándose como si estuviera borracho, y de repente se ha erguido y se ha echado a reír, señalándome con el dedo como si dijera “¡picaste!”
Dedico el resto del día a leer (el ruido del motor no me importa ya en absoluto), y a media tarde me termino, con un gran estremecimiento de terror, todas las lecturas, ¡dos libros, ni más ni menos, que tenía reservadas para los ocho días de viaje! ¿Qué me espera de ahora en adelante?!
Para distraerme un poco me he puesto a hurgar en la cocina, y mi quiebra moral ha sido entonces total: nuestras provisiones se componen, como yo ya comenzaba a sospechar, de un gran saco de arroz, un enorme racimo de plátanos y unas tiras de carne seca y salada que apestan colgadas aquí y allá. Hay también unos huevos, patatas, unas cebollas viejas y alubias, aunque está claro que Mario no considera todo eso como alimento potencial. Descubro también un pequeño cuartito al fondo de la cocina, en el que no había reparado antes, y que resulta ser el baño...¿ que qué había hecho hasta ahora? Pues aliviarme por la borda a escondidas, como pensaba que hacíamos todos. Definitivamente, en este bote hay una seria falta de comunicación.
Esa noche me acuesto desesperado, todavía me quedan cinco días a bordo y no tengo qué leer, no tengo con quién conversar, no puedo tocar la harmónica porque ni siquiera me escucho por encima del ruido del motor, la comida es repetitiva, la selva y el río son repetitivos,...arghh!!


4° día de navegación.

Es noche cerrada y escucho ruidos en cubierta. Me incorporo y busco a tientas la linterna cuando recibo un fuerte golpe en la cabeza y pierdo el sentido. Al rato recobro el conocimiento, aunque todo es confuso. Veo borroso y me duele la cabeza horrores. Allá lejos veo desfilar las copas de los árboles, con sus juegos de luces y sombras, todo se mueve a mi alrededor, incluso yo me muevo, pero cómo, creo que estoy tumbado,... ¡me llevan en una camilla! Veo una mujer que camina junto a mí, va a medio vestir, o lo que es lo mismo, medio desnuda, y en contra de lo que es común en estas tierras, juraría que su piel es blanca y su cabello rubio. Me sonríe, una sonrisa angelical, y vuelvo a perder el conocimiento.
Despierto de nuevo y me encuentro en unas pequeñas choza de hojas de palma.  La cabeza ya no me duele tanto y me siento más despejado. Del exterior me llegan voces alegres y risas, así que me levanto y me asomo con cuidado. Lo que veo casi hace que vuelva a perder el conocimiento: ante mí tengo una pequeña explanada rodeada de media docena de chabolas, donde una veintena de hermosísimas mujeres se afanan en lo que parecen ser los preparativos de un gran banquete. Veo cestos llenos de frutas de vivos colores, junto a un gran fuego se asan suculentos pescados y carnes que gotean deliciosa grasa, y de algunas borboteantes ollas me llegan exquisitos aromas. Entonces ocurre que las chicas reparan en mí, y dejando sus quehaceres de lado me rodean, me cercan con sus sonrisas, me acorralan con sus miradas, y muy dulcemente me llevan hasta un lugar preferencial en la mesa, aunque propiamente no haya mesa, pues nos sentamos en esteras en el suelo. Una vez allá una de ellas me habla, su voz es sensual y tiene un extraño acento, aunque la entiendo perfectamente: lo que me dice es que me vieron pasar por el río en el bote e, inmediatamente, me reconocieron como el enviado del que hablaban sus profecías. Decidieron rescatarme esa misma noche de manos de mis crueles captores (son sus palabras...), que no pretendían otra cosa más que matarme de hambre y aburrimiento, los muy canallas. Y luego se disculpa por el golpe, es que no había tiempo de explicaciones, perfectamente comprensible mujer, no te preocupes por esa tontería. Después me ofrece quedarme a vivir con ellas,... o no entiendo si con ella,... o con la otra, ...¡con la que quiera, con todas, qué sé yo! A mí se me saltan las lágrimas de alegría, y me dispongo a pronunciar unas elocuentes palabras de agradecimiento cuando, de repente, un rugido atronador comienza a vibrar en el aire, a la vez que la tierra tiembla. Mis chicas se miran con preocupación y comienzan a huir despavoridas en todas direcciones, mientras yo voy como loco tras una, tras la otra, no os vayáis, no os vayáis, volved, esperaaaaaaad!!! 
Entonces he despertado braceando en la oscuridad del bote. El motor ya está en marcha. Mecagüen Alciades, hoy ni siquiera ha esperado a que amaneciera. 
La mañana la he pasado escrutando nostálgicamente la selva que nos rodeaba, creyendo adivinar un muslo bronceado tras ese tronco, una melena rubia que ondeaba entre los carrizos, una mirada azul en las copas de los árboles,... bien y tú.
A medio día hemos llegado a Sena, un pequeño poblado con puerto que marca la mitad de nuestro viaje. Alciades ha ido a hacer los trámites portuarios (multa al canto,… bien merecido lo tiene, ya sabía yo que arrancarme de mi sueño de ese modo era ilegal) y luego hemos continuado. O mejor sería decir que hemos querido continuar: mientras maniobrábamos para salir del puerto, Alciades ha alterado su expresión de modo casi imperceptible y, como sin darle demasiada importancia, con el mismo tono que diría pásame el bolígrafo, ha dicho: “creo que hemos perdido la hélice”. Hemos intentado dirigir el bote a la orilla remando con unos tablones, pero ni por el forro, así que he tomado un cabo y, en una acción de heroísmo sin precedentes en la historia de la navegación fluvial del río Madre de Dios, me he lanzado al agua de cabeza y he nadado los veinte metros que había hasta la orilla, donde he amarrado la embarcación a un árbol. Luego he pensado en las pirañas, los yacarés, las anacondas, los candirus,… menos mal que lo he pensado luego. He vuelto al barco a tiempo de ver a Alciades emerger a popa del bote, desde donde ha confirmado sus sospechas, blubs, se la tragó el río. Y qué hacemos, compadre, qué hacemos, me pregunta. Yo me he quedado perplejo, el que lleva cincuenta años navegando eres tú, no yo, he pensado, pero chitón. En el bote había otra hélice, sólo quedaba colocarla, y como yo ya estaba mojado, y Alciades tenía mucho frío (recordemos que estamos en pleno surazo, la temperatura debía rondar los 25ºC…), y Mario está en la edad del pavo, y Chichi andaba por ahí con los prismáticos, ajeno a todo lo demás, pues…
Un buen rato que me he pegado bajo el bote, metido en el agua turbia y lodosa, manejando una hélice de bronce de 20Kg que me hundía, buscando a tientas el eje, intentando encajar las piezas sin que se me cayera ninguna,… al final ha oscurecido y lo hemos tenido que dejar. Mañana seguimos.
Por la noche, después de cenar sin sorpresas, Alciades ha sufrido un inexplicable arranque de sociabilidad y durante un buen rato hemos estado conversando sobre su vida como navegante, sobre los garimperos, o buscadores de oro del río, y me ha contado también algunas leyendas del río,…  en fin, hemos pasado un buen rato, y al final hasta he perdonado a Alciades por haber ahuyentado a las Amazonas. Es un buen tío este Alciades, un poco extraño y muy callado, pero muy buen tío.
Hoy me acuesto satisfecho, por lo menos hemos tenido un poco de acción.


5º día de navegación.

Con las primeras luces del día me he metido en el agua. Colocar la hélice ha llevado su trabajo, no entraba y había que rebajar una pieza, afuera otra vez, serrar, limar, al agua a probar de nuevo, limar otra vez, probar de nuevo,… y por fin ha entrado, suavemente, sin resistirse. Al salir del agua, oh sorpresa, Mario me esperaba con una expresión que era casi una sonrisa y un café caliente en la mano. Sin más dilación nos hemos puesto en marcha, había que recuperar el tiempo perdido.
A mediodía Chichi ha aparecido ante mí agarrándose la tripa con gesto exagerado, como si le doliera horrores, y cuando me dirigía hacia él para ver qué le pasaba, de nuevo se ha echado a reír, muuaajaajaja, has vuelto a caer inocente. Menudo cabroncete está hecho. Sin embargo, el susto de la tarde ha sido de verdad. Estaba yo meditando profundamente en mi hamaca cuando he oído un fuerte golpe, y mi primer pensamiento ha sido que la hélice se había caído, pero las hélices cuando se caen en el agua no hacen ese ruido, supongo yo, así que he subido a la segunda cubierta a ver qué ocurría. Alciades no estaba al timón, o sea íbamos sin gobierno, y he visto que tras el camarote se veían unos pies en el suelo; era los de Mario, y Alciades trataba de levantarlo del suelo. Mario estaba completamente ido, con los ojos abiertos como platos y la mirada perdida, sin poder tenerse en pie. Alciades lo ha tumbado en la cama y me ha explicado, con calma absoluta, que a veces le dan ataques: se cae al suelo y tiene convulsiones. Luego me ha dicho que está tranquilo conmigo a bordo, porque mientras él está arriba al timón yo puedo vigilar que nada les pase a Chichi ni a Mario abajo. Yo he pensado que hubiera sido todo un detalle por su parte informarme de que estas cosas le ocurrían a Mario, y que por eso debía echarle un ojo de vez en cuando. Milagro que no haya caído por la borda sin que nadie nos enteremos. Falta de comunicación, definitivamente un serio problema.


6º día de navegación.

Hoy no hemos visto amanecer: el barco, el río, la selva, nosotros, todo estaba sumergido en una densa, impenetrable niebla. Pero eso no ha impedido que Alciades pusiera en marcha el motor a la hora de siempre, ni que se dirigiera con decisión al centro del río. En fin, cincuenta años en el río,…espero que sepa lo que se hace. Por un buen rato he acompañado a Alciades junto al timón, los dos en silencio, los dos con la mirada clavada en esa masa gris en la que apenas se intuía el contorno de las orillas. Alciades impasible, yo un poco acojonado. Me pregunto qué corre por las venas de este hombre. A media mañana el sol ha ido disipando la niebla, en un rato no quedaban más que algunos grumos atrapados entre las copas de los árboles y un vapor que ascendía soñoliento desde la superficie del río.
Para comer ha habido sorpresa: acompañando nuestro habitual arroz con carne y plátano había unas alubias con cebolla y patatas,… ¡bien por Mario! Aunque mi preocupación ahora es otra: al ir a tomar agua a la cocina he visto que la cuba estaba casi vacía, y le he preguntado a Mario qué haríamos cuando se acabara. El ha sonreído, una sonrisa sin lugar a dudas, de esas de oreja a oreja, y me ha señalado el río con el dedo. Creo que en su sonrisa había mucho de sorna y de triunfo, como si dijera, si gringuito, te vas a beber el agua lodosa y espumosa del río. Ha perdido los pocos puntos que había ganado tras la comida de hoy.
Con Chichi creo que he cometido un gran error. A la tarde le he escuchado haciendo sonar un pequeño tubo de plástico soplando a través de él, y me ha parecido buena idea enseñarle mi harmónica. Desde ese momento se ha olvidado del tubo, se ha olvidado también de los prismáticos, que no había soltado hasta hoy, y ya no ha hecho más que tocar la harmónica: todo el día, sin parar. Me hace gracia porque mueve las manos como me ve moverlas a mí cuando la toco, pero me da miedo,… ¿qué ocurrirá cuando lleve unos días tocando y la paciencia de todos esté al límite? ¿Irá Chichi por la borda?
De cena arroz con carne y plátano.


7º día de navegación.

Hoy hemos atravesado una zona con bancos de arena. Hace unos meses que la estación de las lluvias acabó y el río baja escaso de caudal, por lo que en algunas zonas es peligroso. La verdad, cuesta creer que en semejante río, con más de doscientos metros de agua hacia cualquiera de las dos orillas, cubra tan poco. Pero es cierto. Alciades me ha pedido que me pusiera a proa con una pértiga para ir comprobando la profundidad, así que allá me he dirigido, pértiga en mano, cual operador de sonar de un submarino nuclear, ping-ping, mi Capitán, profundidad 8 pies y bajando, ping-ping, 6 pies y bajando, ping-ping, 4 pies mi Capitán, vamos a encallar!!! Por suerte no ha llegado a tanto. Lo cierto es que en algunos lugares cubría cerca de un metro, pero el bote ha pasado si problemas, gracias a la diestra mano que lo gobierna.
A la tarde he subido un rato a la cabina de mando. Alciades gobernaba, impasible como una estatua, sin moverse de su taburete de madera, sin levantar las manos del timón, ni los ojos del río. Mario rotulaba el nombre del bote en el exterior de la cabina, con lo que él decía ser letras góticas, y Chichi daba la murga con la harmónica, fii-fuu, fa-fa-fa-fuuuu. De verdad que no debe ser sangre lo que corre por las venas de Alciades, pues si lo fuera mi harmónica ya estaría en el fondo del río y Chichi con un buen bofetón en la mejilla.
Por la noche hemos amarrado y he observado con preocupación que todo el mundo se preparaba para dormir… ¡sin haber cenado! Así que me he dirigido a la cocina a sugerir que algo habría que cenar, no? En la cocina estaban Mario y Alciades. Mario se había acostado ya en la cama (pues duerme en la cocina), la mosquitera corrida, lo que significaba que ni pa’dios iba a cenar nada. Y Alciades estaba apoyado en el eje del timón, la cabeza ladeada para que el ala del sombrero le tapara la pequeña bombilla que iluminaba la cocina. Esta pequeña lucecita era la única de todo el bote, y en torno a ella se agolpaban infinidad de mosquitos y polillas que parecían centellas, revoloteando a toda velocidad y dejando la luz sólo para chuparnos la sangre. Me he liado un cigarro, he ofrecido otro a Alciades, y entre calada y calada, sin previo aviso, Alciades se ha puesto a hablar y me ha contado, versión resumida, toda su vida. Infancia, padres y hermanos, primer trabajo, peleas, la navegación, mujeres, más peleas y tiroteos, robos, buscando oro, la muerte de su mujer, otras mujeres, los hijos de unas y de otras,… en fin, un buen rato durante el cual los mosquitos no han dejado de joderme, pero que me han reafirmado en mi opinión de que Alciades es un tío cojonudo.
Antes de irme a dormir he conseguido un plato de las alubias de ayer.


8º día de navegación.

Hoy al mediodía hemos llegado, por fin, a Chivé. Chivé tiene un puerto que es un barrizal, con una empinada y resbaladiza cuesta que lleva a un puñado de casas en torno a una descomunal cancha de fútbol. He desembarcado con Alciades, él iba a buscar noticias de su patrón, yo a buscar un bote que me lleve hasta Puerto Maldonado, todavía unas horas río arriba, y de paso a comprar algo que comer. Yo he tenido suerte, pues he encontrado unos milicos que me llevan en su lancha hasta Puerto Heath, el puesto fronterizo Boliviano, y desde allá deberé arreglármelas hasta Puerto Maldonado. Tan sólo me piden que consiga cinco litros de gasolina, ya sabe compadre, al llevar más peso en el bote consume más. Hemos quedado en que a las seis de la tarde salimos.
A la tarde me he despedido de Alciades. La verdad, ahora me jode irme, me estaba cayendo muy bien este hombre. Hasta me había acostumbrado al ruido del motor, y la comida pues, bueno, comida es, alimenta, que es lo que cuenta. También me da pena despedirme de Chichi, no tanto de Mario.
Se acercan las seis y yo ya tengo todo preparado, esperando.
Pasan las seis y los milicos no aparecen por la lancha. Empieza anochecer, y yo me pregunto cómo iremos de noche. Sigo esperando.
Las ocho, noche cerrada, y aparece un hombre que me pregunta si ya he apañado mi viaje. Le digo que si, con los milicos, y me dice que me olvide de eso. Los acaba de ver, están borrachos como cubas en el pueblo, y hoy no irán a ninguna parte. Le he preguntado a Alciades si había algún problema en que me quedara otra noche en el bote, y me ha respondido que por supuesto que no, que sería un placer. Qué bien me cae este tío.
Me duermo con la música de los karaokes de Chivé de fondo.


9º día de navegación.

Estos cabrones de los milicos casi se largan sin mí. Esta mañana estaba remoloneando en la cama, pensando que si ayer estaban borrachos no madrugarían mucho, y he ahí que me levanto a mear y de pura casualidad los veo empujando el bote al agua. He corrido hacia ellos, eh, eh, os acordáis de mí, soy el que ibais a llevar ayer a Puerto Heath, Ah si, qué haces, vienes, Si claro, Pues date prisa, tenemos que llegar a tiempo del contacto por radio. Cargo las cosas los más aprisa que puedo, me despido de todos otra vez, esta vez sin ceremonias, a Chichi le regalo la harmónica (no sé si Alciades me odiará después por esto) y monto en la motora a todo correr. En apenas una hora hemos llegado a Puerto Heath, aunque claro, esta motora va rápido de verdad, motor fueraborda y todo eso. Allá he desembarcado ante la atenta mirada de la tropa, y he descubierto con sorpresa que quienes venían conmigo en la lancha eran los oficiales al cargo, buenos días mi sargento, les dicen todos cuadrándose al pasar. Por lo que me han dicho por el camino, no está previsto que ninguna embarcación pase con destino a Puerto Maldonado hasta dentro de por lo menos dos días, así que, con cierto embarazo, les he preguntado dónde puedo instalar mi carpita. Todo unos caballeros estos oficiales, me han ofrecido un cuarto en su propio barracón: cama y sábanas limpias.
Pero la suerte ha querido sonreírme hoy (lo está haciendo desde que me hizo salir a mear por la mañana), y a las pocas horas ha aparecido un bote que iba a Puerto Maldonado. Me encontraba yo en plena jugada a los dados con los sargentos cuando un soldado ha aparecido y, cuadrándose, me dice, Señor, hay un bote que puede llevarle a Puerto Maldonado. A mí estas disciplinas militares no me sientan muy bien, preferiría que me dijera, oye tú, gringo, que ha llegado un bote que te lleva, date prisa, pero lo que cuenta es que había un bote, no vamos a andarnos con tonterías, así que rápidamente he ido a cargar las cosas en él.
Este tercer bote de hoy era un peque-peque, una embarcación del tamaño de una trainera con un motor enano que hace eso, peq-peq-peq-peq. En el bote iban dos bolivianos, un brasileiro y un peruano, todos garimperos, de paseo a la gran ciudad a gastarse los duros que se sacan con el oro. En la frontera peruana se nos ha unido un milico peruano que también va a la ciudad, así que allá íbamos los seis, cada uno de una madre, pero todos en animada charla por encima del ruido del motor, con seis horas de incómoda navegación por delante. Y por si fuera poco, nada más salir se ha puesto a llover. Menos mal que, previsoramente, el brasileiro se había robado un gran plástico de otro bote que estaba en la frontera, que si no… así que ocultos bajo el plástico, fumando y charlando, calados hasta los huesos de todos modos, hemos ido avanzando durante seis incómodas e interminables horas, hasta que por fin, cuando empezaba a caer la noche, hemos visto unas luces dispersas en una ladera, y la inconfundible figura del gigantesco puente de la futura carretera interoceánica recortarse contra el cielo.
Ya estaba en Puerto Maldonado.

viernes, 13 de mayo de 2011

Rurrenabaque y Riberalta, orillas del río Beni, amazonia Boliviana

El techo de chapa de albergue crepita bajo la fuerte lluvia. A veces, fuertes ráfagas horizontales empujan las frías gotas bajo la techumbre y me alcanzan en mi hamaca, y me siento un poco más cerca del capitán Ahab que, abierto sobre mi regazo, surca los océanos y se enfrenta a tempestades y otros peligros por dar caza a la temible ballena blanca, Moby Dick. La tormenta, rumiada por largo tiempo en interminables horas de pegajoso bochorno, ha estallado por fin, y su opaca y chorreante masa gris lo ocupa ahora todo. La orilla opuesta del río Beni queda ahora oculta por una espesa cortina de agua; sólo de modo difuso alcanzo a adivinar las siluetas de las palmeras y los altos árboles que conforman la impenetrable selva que queda más allá. De vez en cuando, el apagado petardeo de una embarcación bajando por el río llega hasta mis oídos, o escucho las desesperadas quejas del loro del albergue, inválido y olvidado bajo la lluvia. Todo lo demás es el estruendo de la lluvia.
Esta y otras lluvias han dejado los caminos impracticables, lo que nos obliga, a Aluminio y a mí, a aguardar a que el tiempo mejore en este pueblo, Rurrenabaque. Rurrenabaque es una especie de Disneyland de la selva, a donde miles de turistas de todo el mundo llegan buscando una excitante (y simulada) experiencia de supervivencia en la jungla. ¿Y qué hago yo aquí? Bueno, yo sólo quería un machete. ¿Que qué tiene que ver un machete con todo esto? Pues es bien sencillo: de nada sirve un machete en el altiplano. Un machete requiere de pesados racimos de plátanos que arrancar de la palmera; requiere de una impenetrable maraña de vegetación contra la que estrellar su mellado filo; y en definitva requiere, por qué no, de amenazantes anacondas que decapitar con su oxidada hoja. Es por eso que decidí venir a la selva.
Atrás quedó pues el monótono altiplano boliviano, sus eternas rectas rodeadas de pampas infinitas. Atrás quedan las cholitas con sus polleras acampanadas y sus bombines ingleses, sus rostros de bronce cincelados con los rasgos del Inca. Abandono tambíén La Paz, en cuyas calles resonaba todavía la dinamita de las protestas mineras. Me olvido, en fin, de los frescos y despejados días andinos, y me lanzo en un vertiginoso descenso hacia la brumosa y asfixiante selva, donde podré, por fin, estrenar mi machete.
Pero ojo; salir de La Paz un soleado día de abril, ascender hasta el paso de La Cumbre, a 4.700m, y descender después hasta la selva, es algo que supera toda capacidad de asombro.
Para empezar, hay que pedalear durante muchos kilómetros entre el caótico tráfico de esta gran ciudad, sorteando autos, camionetas y camiones que, en su despreocupado ir y venir, te saturan los alveolos con el humo del recién nacionalizado petróleo boliviano: y no hay pausa para tus pulmones, ahogados ya por el escaso oxígeno de la altura. De vez en cuando paras para recuperar el aliento, y al volver la vista atrás descubres que la ciudad se extiende hasta el infinito, un colosal agujero cuyas escarpadas paredes están tapizadas de ladrillo, desde el fondo del valle hasta las cumbres más elevadas. Y poco a poco, pedalada a pedalada, vas dejando atrás hasta la última casita, y por fin, al volver la vista atrás, ya no ves más que montañas y más montañas, y delante tuya de nuevo la carretera, toda para tí, sin semáforos ni cláxones.
En el alto hace frío, una densa niebla oculta todo el entorno, y antes de empezar a bajar te abrigas. La bajada es vertiginosa, el olor a freno forzado anticipa los autobuses, cuyas serigrafiadas traseras ves aparecer entre la bruma: Jesucristo en su calvario y las mujeres desnudas, blandiendo enormes espadas contra temibles dragones, compiten en popularidad en estas auténticas obras de arte con ruedas. Aluminio los sobrepasa fácilmente, ante la atónita mirada de los pasajeros que ven una sombra gris que les adelanta entre más sombras, mientras el inquietante eco de un relincho resuena entre las escarpadas laderas de los Andes. A los pocos kilómetros abandono la ruta principal, pavimentada, y tomo el desvío de la "Ruta de la muerte", conocida así por ostentar el triste record de ser la carretera que más muertes anuales provocaba en todo el mundo. Hoy en día, sin embargo, es una delicia ciclista: 35Km de bajada por una pista de tierra, estrecha, solitaria, flanqueada por profundos precipicios al fondo de los cuales serpentea un río de aguas turbulentas, y una vegetación que se va haciendo más exhuberante por momentos. Enormes mariposas de colores, helechos gigantes, cascadas de ensueño,... hasta que finalmente llego a la llanura infinita de la selva, a apenas 200m sobre el nivel del mar, a pesar de que a estos ríos les quedan todavía más de 5.000Km que recorrer hasta el Atlántico, lo que da una idea del relieve del lugar.

Carretera de la muerte. Mal lugar para cruzarse con un bus.

Y por esta llanura pedaleé durante seis días hasta llegar a Rurrenabaque, seis días de calor, humedad insoportable, mosquitos, polvo, y una ruta, ésta sí, peligrosa de verdad, con un tráfico pesado e intenso que la hace poco recomendable.
Pero ahora ya estoy en Rurrenabaque, y puedo descansar.

 

Riberalta, 550Km al norte de Rurrenabaque, río arriba. Otros seis días de pedaleo bajo el inclemente clima tropical separan estas líneas de las escritas más arriba. Los ultimos días que pasé en Rurrenabaque los empleé en montarme en "la montaña rusa" y "la noria", estrellas de aquel parque de atracciones selvático que, recordemos, es Rurrenabaque. Algunos me llamarán hereje, otros fariseo: yo no alegaré nada en mi defensa. Sólo diré que la bronca que Aluminio me echó por haberla dejado durante seis largos días abandonada en el patio del albergue, mientras yo me iba de excursión con un grupo de turistas de las más diversas procedencias, me ha disuadido de volver a caer en la tentación en el futuro. Con esta certeza, y habiendo redimido mis culpas, seis días de duro y aburrido pedaleo mediante, tengo la conciencia en paz, y puedo continuar con el relato.
La ruta desde Rurrenabaque a Riberalta es aburrida: una inmensa recta, sin apenas curvas y sin una sóla cuesta, castigada por el sol, interminable, monótona y polvorienta. La carretera es una ancha línea de tierra roja que, como una gigantesca y sangrante herida, se extiende durante cientos de kilómetros a lo largo de la selva. Y creciendo a ambos lados hay una grave infección, que ha talado o quemado la selva y puesto en su lugar pastos para los caballos y las vacas. Sólo de vez en cuando se atraviesan sombríos parajes rodeados de la selva original, aunque esto no hace más que aumentar la pena.
Con esta perspectiva, poco hay que resaltar de esta etapa. Un día paré a acampar junto a un pequeño riachuelo. Era pronto todavía y me fui a pescar un rato, aparejo y un poco de chorizo, me olvido de la cucharilla en estas aguas opacas. Me senté a la sombra, junto a una pequeña poza de aguas turbias, en un lugar donde la orilla caía abruptamente hacia el agua, y desde esa pequeña altura me dediqué a echar el anzuelo. Una y otra vez lo eché, sin más suerte, avergonzado por la facilidad con la que una pareja de martines pescadores se zambullía en el agua una y otra vez, saliendo siempre victoriosos. Y en esas estaba cuando mi mirada, en uno de sus distraídos paseos, fue a posar su atención en un tronco que había sumergido justo bajo mis pies, un tronco que había visto hacía un rato, pero que sólo ahora...¡ostia! ¡Pero si es un yacaré! Y allá estaba el bicho, dos metros y medio de lagarto, mandíbulas de dos palmos, con su inquietante mirada fija en mí a través del agua, esperando a que yo mordiera el anzuelo del refrescante baño. Así que resolví que la jornada de pesca se había terminado, y me retiré de ahí pensando que, yendo a esquilar, casi vuelvo esquilado.
Ahora  me pudro en Riberalta, me aburro, me desespero, esperando a que el bote que me va a sacar de aquí logre los permisos necesarios, consiga el gasoil, acabe de ser cargado, el capitán se cure de la malaria... o yo qué sé qué más, de tantas excusas para el retraso que he oído ya. Por suerte, tras un breve regateo, he logrado bajar el precio del viaje a la mitad, y estoy seguro de que a pesar de eso sigue siendo abusivo. Y una vez embarque me espera una semana de tranquilidad durante la que remontaremos el río Madre de Dios hasta la frontera Peruana: nada de pedalear, nada de cansarme bajo el sol. Sólo tumbarme en la hamaca a la sombra y leer, tocar la harmónica y sestear.
Amén.