miércoles, 13 de abril de 2011

Uyuni, Bolivia

Una silueta negra surgió, minúscula, recortada contra el azul del cielo, y describiendo amplios círculos fue descendiendo, cada vez más veloz, hasta que por fin el majestuoso perfil del cóndor de los Andes fue reconocible. Su blanco dorso y su cresta color sangre ofrecían un llamativo contraste con el negro plumaje, resultando el conjunto de una belleza intimidatoria. Su gran sombra se proyectaba entonces sobre las someras aguas de la Laguna Verde, al pie del Volcán Licancabur, en la frontera entre Chile y Bolivia. El ave continuó su planeo hasta una enorme roca, donde se posó con sonoro batir de alas. Al pie de esta roca se encontraba un zorro, o por mejor decir una zorra, pues era hembra de esta especie, cuyo aspecto no podía ofrecer más triste contraste con el impecable plumaje del cóndor: su pelaje estaba mudando, con numerosos mechones de pelo colgando aquí y allá, su cola estaba raída y mustia, y sus orejas surcadas de cicatrices.
Cuando el cóndor hubo plegado y acomodado sus cuatro metros de alas dirigió una mirada distraída hacia la zorra y le dijo:
   - ¿Qué hay de nuevo, zorra?
La zorra se volvió lentamente, como si justo entonces se diera cuenta de la llegada del cóndor, y respondió con cierta sorna:
   - Vaya, pero si es Su Majestad, el Rey de los Andes.
   - Menos cachondeo, zorra, o te arreo un picotazo que te parto en dos... ¿cómo van las cosas por aquí? Se te ve con mal aspecto.
   - Pst, no estoy tan mal. Si por el guarda fronterizo fuera estaría muerta de hambre, pero los viajeros siguen siendo generosos. Hace unos días pasaron un par de ciclistas que me dieron bien de salami y queso... majos humanos!
   - ¿Un par de ciclistas?- preguntó el cóndor con súbito interés.
   - Si,... ¿es que ahora te interesa el ciclismo? - dijo la zorra volviéndose extrañada hacia el cóndor, aunque de repente su rostro se iluminó, y continuó con malicia- ¿o es que Su Alteza también padece el mal del vulgo, el hambre?!
   - ¿Hambre yo, y como para interesarme por dos ciclistas flacuchos, además? - intentó disimular el cóndor, dolido por haberse dejado descubrir por la zorra. - No, sólo que es raro que pasen ciclistas por estos lugares tan apartados,... hambre yo, un cóndor!! Pero, en fin, debo irme, tengo que,... umm, vigilar mi territorio - continuó, más turbado de lo que le hubiera gustado.
   - O, si, claro, supongo que Su Excelencia tendrá un mañana muy ocupada... vigilando su territorio. - dijo con ironía la zorra, mirando fíjamente al cóndor y esbozando una sonrisa torcida.
 Y el cóndor, dando por respuesta únicamente un bufido de mal humor, extendió sus amplias alas y, dejándose caer de la roca, inició un lento planeo que en unos minutos lo situó a cientos de metros del suelo.

Un buitre pasa por delante del Volcán Licancabur y la Laguna ¿Verde?
Lo cierto era que nuestro orgulloso cóndor llevaba una racha un poco mala, sin apenas probar bocado, y un par de ciclistas en un lugar tan desolado quizá merecieran ser vigilados de cerca, por lo que pudiera pasar; una mala caída, un fallo en el cálculo de las provisiones, la picadura de algún escorpión,... y él tendría algo que echarse al buche. Cierto que los ciclistas, por lo general, no eran uno de los bocados más apetecibles; mucho hueso y una carne escasa y tiesa, además de maloliente (y que esto lo diga un cóndor...), pero menos es nada! Así que, sin pensárselo demasiado, puso manos (o alas) a la obra en el rastreo de los dos ciclistas. Sabía que le llevaban unos días de ventaja, pero no sabía qué camino habrían tomado. Seguramente, pensó, han tomado la ruta de las Lagunas de Colores hacia Uyuni, pues es la más pintoresca. Tardarán al menos una semana en llegar, así que no deben andar muy lejos.
Su negra silueta planeaba ya a gran altura, sobrepasando las cimas nevadas de numerosos volcanes; Licancabur, Sairecabur, Putana,... imponentes moles de roca que se erguían hasta casi seis mil metros de altura, algunas coronadas por humeantes fumarolas. A su izquierda, hacia el este, la cordillera descendía abruptamente hasta encontrarse con el árido desierto de Atacama, mientras que a su derecha las cumbres se sucedían hasta donde alcanzaba la vista. Su sombra, un poco retrasada respecto a él, hacia el sur, subía y bajaba brúscamente siguiendo las irregularidades del terreno, lo mismo rompiéndose contra afiladas rocas y perdiéndose entre grandes grietas, que mostrándose uniforme contra la arena. Ni un sólo árbol o arbusto se encontraba en su camino: todo eran rocas, arena, piedra, tierra.

Arnau y la montaña.

Al cabo de un rato divisó la mancha blanquecina del Salar de Chalviri, una enorme laguna de aguas lechosas y orillas blanqueadas por la sal, y pensó que podría encontrar alguien a quien preguntar por los dos ciclistas. En uno de los costados del salar, junto a uno de los numerosos afloramientos de aguas termales, observó un grupo de gaviotas andinas, chapoteando ruidosamente en las cálidas aguas. No es que le cayeran muy bien estas gaviotas, eran ruidosas y alocadas y hablaban todas a la vez, pero bueno, algo le dirían. Inclinándose rápidamente hacia la derecha inició un brusco planeo, casi un picado, hacia ellas. Como había supuesto, el recibimiento fue caótico, con decenas de aves graznando y chillando sin orden a su alrededor, tratando de hacerse oir las unas por encima de las otras, por lo que duró bien poco entre ellas. Apenas averiguó lo que necesitaba, levantó el vuelo con su poderoso batir de alas y se alejó de aquel gallinero.

Orillas de la Laguna Chalviri

Por lo que pudo sacar en claro, sus dos ciclistas habían pasado por ahí hacía un par de días. Llegaron hacia el mediodía, se bañaron en las calientes y sulfurosas aguas hasta la puesta del sol, y pasaron la noche en el suelo de un cercano restaurante para turistas. Pronto por la mañana, antes de que los primeros grupos de turistas llegaran, y antes casi de que saliera el sol, habían levantado el vuelo, según las palabras de las gaviotas, en dirección norte. Bueno, al menos sabía qué rumbo llevaban y qué ventaja le llevaban; sólo quedaba esperar el afortunado accidente que le proporcionara su alimento.
Sobrevolaba ahora un amplio valle, donde las altas dunas sucedían a los extensos canchales y roquedos. Un paisaje que algunos consideraban un páramo yerto, un desierto carente de vida, aunque a él le maravillaba. La sobria desnudez de la tierra, sin vegetación que la enmascarara, con sus infinitos matices de ocres, amarillos, naranjas, granates, grises,... y sobre la roca tan sólo el cielo, con su azul impecable, sereno. Su sombra pasaba entonces sobre una manada de vicuñas, que detuvo su ramoneo para dirigir una mirada de odio y temor a la detestable ave que les sobrevolaba. "Rencorosas" pensó nuestro cóndor, " quizá pequé de impaciencia, pero aquella vieja vicuña ya estaba con un pie en el otro barrio..." y prosiguió su planeo sin prestarles más atención.

Más montañas y, pequeñitas pequeñitas, unas vicuñas.

Divisaba también infinidad de líneas paralelas que surcaban las dunas y los canchales en todas direcciones, algunas viejas heridas, otras recientes, que los todoterrenos de los tour turísticos dejaban en su amado reino. Detestaba aquellos ruidosos cacharros que se metían por todas partes, con sus sofocantes estelas de polvo, visibles a kilómetros, y su insoportable tripulación de cabezas de chorlito a la caza de una experiencia,... qué mierda de experiencia?! Qué se puede experimentar desde la ventanilla de un todoterreno?! Le entraron ganas de comerse a todos esos turistas. Aunque seguro son indigestos hasta muertos.
El sol caía ya y nuestro cóndor pensó que no le quedaba mucho tiempo de vuelo; debería continuar con su búsqueda mañana,... otra mierda de noche con el hambre aguijoneándole el estómago. Si al menos llegaba a la Laguna Colorada podría preguntar a los flamencos si sabían algo, así que aleteando pesadamente trató de acelerar su vuelo. No tardó en observar las aguas rojas, teñidas por millones de microorganismos, de dicha laguna. El sol del atardecer acentuaba su coloración, y pensó que tendría que soportar la insufrible vanidad de esas engreídas aves: los crespúsculos las enloquecían, pues su plumaje rosa parecía llamear sobre las aguas incandescentes. Aquella tarde no pudo sacar nada en claro, pues los flamencos, como narcisos emplumados, estaban demasiado ocupados admirando su reflejo sobre las aguas, y una vez anocheció todos se fueron a dormir. Esa noche hizo un frío del carajo; un pequeño termómetro que nuestro precavido cóndor siempre llevaba encima marcó la friolera de 17`6  grados centígrados bajo cero,... para helarse el moco! Pensó, y hasta sintió temor por nuestros ciclistas; no le gustaba la carne congelada.

... y tras la fría noche llega el ansiado amanecer.

A la mañana siguiente, después del amanecer, los flamencos se encontraban en pleno paroxismo narcisista:
   - Ooooh,... y viste qué reflejo me hacía el sol en las cobertoras primarias? Si parecía que me estuviera guiñando un ojo!!! - le decía un flamenco a otro.
   - Uy, si, pero no ha sido nada con los destellos rubí que lanzaban mis caudales - respondía el otro, y así conversaban sin atenderse demasiado unos a los otros.
   - Buenos días flamencos- dijo nuestro sobrio cóndor, y sus palabras hicieron que todos los flamencos se volvieran hacia él, sorprendidos.
  - Andaaa, mira este,... es que vas a algún entierro? - y todos los flamencos prorrumpieron en una escandalosa carcajada, mientra nuestro hambriento cóndor pensaba que ya nadie respetaba al Rey de los Andes. Una vez todos callaron continuó, resignado.
   - ¿Habéis visto pasar a un par de ciclistas por aquí?
   - ¿Ciclistas? - y los flamencos se miraron entre si extrañados.- ¿Tanta hambre tienes? - preguntaron casi al unísono, mirándolo con fijeza. "¿Tanto se me nota?!" pensó alarmado el cóndor, y su cabeza adquirió un tono rojo más vivo todavía.
    - Bueno pero,... ¿los habéis visto o no? - repitió irritado.
   - Unos ciclistas,... si, creo que si,... ayer por la mañana pararon un par, creo, a sacarme unas fotos. Normal, porque con la luz del amanecer estaba de postal.
   - Una foto, a tí? - objetó otro flamenco - pero si el objetivo me apuntaba a mí!! - y se enzarzaron en una estéril discusión en la que cada uno ensalzaba su color y su plumaje, y de la que nuestro humillado cóndor decidió escapar cuanto antes. Así que, de nuevo, batiendo energicamente sus alas, remontó el vuelo y se alejó de ese gallinero.
Así que le llevaban tan sólo un día, reflexionaba en su planeo. Pero, ¿y si no les pasaba nada? ¿Y si habían calculado sus provisiones adecuadamente, y llevaban agua suficiente? ¿Y si miraban dentro de su calzado cada mañana? Sin embargo, sin que nuestro emplumado protagonista lo supiera, nuestros ciclistas estaban sufriendo una situación de un dramatismo que rozaba la tragedia. No se trataba del agua, ni del alimento, ni siquiera de las gélidas noches o de la fatiga, unida al mal de altura; no, se trataba, sencilla y fatalmente, de que al más alto y flaco se le había acabado el tabaco. Angustia, dolor, pena, más sufrimiento que en una tragedia griega. Pero, en fin, en poco o nada afecta eso a las espectativas alimenticias de nuestro cóndor, por lo que dejaremos el asunto de lado, y nos centraremos en la persecución, próxima a su fin.
El cóndor sobrevolaba entonces una zona conocida como el Bosque de Piedra, donde enormes rocas  emergían de la arena y retaban a la gravedad con sus caprichosas formas. De nuevo, las incontables y omnipresentes huellas de los autos, aunque esta vez pudo distinguir entre toda la maraña de surcos las finas y apenas perceptibles rodadas de dos bicicletas, lo que le hizo sonreir de satisfacción. Debían estar muy cerca para que sus huellas no hubieran sido borradas todavía.

El árbol de piedra.

Siguiendo adelante pudo ver, una detrás de otra, casi pegadas, las lagunas de Ramaditas, Honda, Chiar-Kota y finalmente la Laguna Hedionda. Atardecía ya y todavía no había visto a los ciclistas, aunque supuso que no debían andar muy lejos. Quizá estuvieran en un pequeño alojamiento que había junto a la Laguna Hedionda, así que dio un par de vueltas sobre él, aunque no vio ni rastro de dos bicicletas. Cuando ya se retiraba a unos roquedos cercanos a dormir, descubrió con sorpresa que a sus pies, junto a la pared, protegidas por unos pequeños muretes de rocas, había un par de tiendas de campaña y, junto a ellas, un par de bicis... por fin, allá los tenía, a sus pies. Ahuecó sus plumas preparándose para hacer frente a otra fría noche, y mientras las sombras se iban apoderando poco a poco de las montañas se dedicó a observar los dos ciclistas, que hormigueaban en torno a su pequeño campamento, como escurridizas vizcachas, yendo y vinieno sin para. Antes de que fuera completamente de noche los tres dormían plácidamente.


Laguna hedionda y un pequeño flamenco

La mañana siguiente amaneció fría y con algunas pocas nubes. Los dos ciclistas tardaron un rato en desayunar y recoger sus pertenencias, y no empezaron a pedalear hasta que el sol estuvo bien alto. Nuestro amigo el cóndor levantó el vuelo y continuó su persecución planeando en círculos sobre sus cabezas, y comprobó con sorpresa que se dirigían hacia el pueblo de Alota, a donde era posible que llegaran ese mismo día, truncándose de este modo las espectativas grastronómicas de nuestra rapaz. Una gran inquietud se apoderó del ave. Además, por si fuera poco, grandes y oscuros cúmulos nubosos se iban formando alrededor de las montañas, amenazando una furiosa tempestad. El cóndor se dio cuenta de que los ciclistas se percataron del peligro, pues apretaron el paso y apenas hacían paradas, a pesar de la dura ruta por la que transitaban, apenas ciclable. Seguramente, pensó, pretenden llegar a la Ruta Internacional Alota antes de que les pille la tormenta... a mí también me será difícil volar en medio de la tormenta. Las nubes eran cada vez más y más compactas, oscuras, de aspecto amenazador. Los dos ciclistas pedaleaban con energías, volviendo de vez en cuando la vista para evaluar la tormenta, y en sus rostros, a pesar de la distancia, el cóndor podía leer la preocupación.

Que viene, que viene...

Finalmente la carretera internacional estuvo a la vista, y los dos ciclistas llegaron a ella justo cuando el frente de la tormenta les alcanzaba. Un fuerte viento empezó a soplar entonces en la misma dirección que llevaban, empujándolos a velocidades superiores a los 65Km/h. La pista por la que circulaban estaba en muy buen estado, aunque el mismo viento que los empujaba levantaba una densa nube de polvo y tierra que les impedía ver más allá de 10 metros: se encontraban en medio de una tormenta de arena, circulando sin apenas ver nada, a más de sesenta kilómetros hora, y lo único que podían hacer era continuar, si no querían ser engullidos totalmente por la tormenta. "Está bien", pensó el cóndor, "mi única oportunidad es que tengan un accidente, y yo mismo no podré seguir mucho tiempo en esta tormenta" y para su satisfacción vio aparecer un camión del centro de la gran nube de polvo, directo hacia uno de los ciclistas, al que parecía no haber visto,... al fin y al cabo, quizá su esfuerzo hubiera merecido la pena Sin embargo, en el último momento tanto el ciclista como el camionero giraron bruscamente, el camión derrapó y casi pierde el control, aunque finalmente nada sucedió; pasaron a unos pocos metros uno del otro, sin tocarse. Las condiciones eran cada vez peores, y finalmente el cóndor decidió retirarse: se daba por vencido, tendría que buscar su sustento en otro lugar.
El cóndor miró a los ciclistas por última vez. "Tienen güevos estos ciclistas" pensó para sí, " venirse a pedalear a un desierto helado, sin alimentos ni agua, sufriendo en las cuestas, con la altura, con el frío, el hambre,... joder si, tienen güevos" y no pudo evitar sentir cierta simpatía por ellos. Al fin y al cabo, no eran más que huesos y pellejo, nada apetecible.