sábado, 29 de enero de 2011

Castro, Isla de Chiloé (Chile)

Es pronto por la mañana y la marea está baja. Cuando suba, esta playa en la que me encuentro, que ahora tiene más de un kilómetro, habrá desaparecido. Pero por ahora está al descubierto y me ofrece sus frutos. De la arena surgen unos chorritos de agua, pequeños escupitajos, que delatan la presencia de los tumbaos, unas almejas blancas y grandes como la palma de mi mano, de las que ya he cogido más de cuarenta. De repente oigo la voz de Jose Luis que me llama; flaco, Shamur, vasco,... lo que sea menos mi nombre, que todavía se le hace difícil. Con la mano me hace señas para que suba al bote, una pequeña embarcación de madera a remos, desde la que se lanza al agua para recolectar la luga. Cuando subo al bote éste se encuentra casi a rebosar de sacos de este alga parda, de apariencia similar a las chorreras de una camisa, lo que unido al peso de los cuatro que vamos en el bote, hace que con cada ola nos entre agua a pozales. Mientras yo me acomodo en la popa del bote como puedo, Fernando, el Chino, se pone a remar, y Jose se afana achicando agua con un pequeño pozal. Jose Luis se retira la capucha del buzo y me informa de que cambiamos de fondeadero, pues en este ya no hay más luga.
Es el cuarto día de pesca y las cosas no van muy bien: primero el motor de la lancha grande no daba garantías, luego el ancla no cumplía su función, finalmente soplaba un sur muy peligroso... pero a pesar de todo no hay ni un sólo día que estos tres afanosos recolectores de algas no hayan salido al mar, o las hayan recogido directamente de la playa.
Pero vayamos por partes, que me atropello y no sigo el orden cronológico.
Llegué a la Isla de Chiloé en medio de una persistente lluvia. La barcaza navegaba por un mar en calma bajo un cielo totalmente gris, mientras algunos cormoranes y gaviotas volaban ante nosotros con sus alas casi rozando el agua. Más allá de la proa de la barcaza se adivinaba un perfil gris oscuro, difuminado por la llovizna y la neblina, del que poco a poco se fueron destacando algunos árboles, tejados dispersos, unos campos,... hasta que el pueblo de Chacao, con sus barcos fondeados en el puerto y sus casitas de madera, fue perfectamente distinguible.
Calado hasta los huesos y con algo de frío, pregunté por un alojamiento y me indicaron la casa del cura, a donde me dirigí con la confianza de que El Señor me acogería en su morada. El Padre Andrés, un sacerdote de ojos azules y fuerte acento alemán, me dirigió esa mirada mitad bondadosa mitad taimada tan propia de algunos curas, y me acomodó en una casita un poco lúgubre y que, además, albergaba en su piso bajo la comisaría de carabineros... ¡quién me lo iba a decir, dormir velado por los poderes terrenales y celestiales!

 Isla de Chiloé, bautizada como Nueva Galicia.

Al día siguiente reemprendí mi camino bajo las últimas lluvias del temporal y, con los primeros rayos de sol , Chiloé se me mostraba radiante; un mosaico de prados y bosquetes extendido sobre ondulantes colinas que se extendían hasta el infinito. La ruta 5 no es muy aconsejable, es estrecha y con mucho tráfico, así que opté por una ruta secundaria que sigue la costa Este. Sin pavimentar, tortuosa y laberíntica, continuamente debía volver sobre mis rodadas para reencontrarme con el camino correcto, pero por fin, a media tarde, llegué a una pequeña caleta donde desembocaba un río de aguas color café.
No era yo el único en la caleta, pues tres pescadores,  los mismos a los que me refiero al principio del relato, acampaban en ella. Pronto entablamos conversación y, mateando alrededor del fuego, fuimos confraternizando. Al día siguiente me daba un noséqué irme, así que me quedé para echarles una mano en su trabajo. Pronto por la mañana, con la marea, salimos en una pequeña lancha a motor. Desde ella Jose Luis, embutido en su traje de buzo, se lanza al agua, donde busca la luga, el alga a la que ya me he referido. Un pequeño compresor en cubierta le da el aire que necesita, y mientras él llena sacos y sacos, nosotros los subimos a bordo.

Jose, Jose Luis y Fernando, el Chino, sobre su pequeño bote.
 
El trabajo no acaba ahí, pues una vez sube la marea hay que descargar la luga en la playa, extenderla y dejarla secar. Después esta luga se procesa para extraer de ella la carragenina, sustancia empleada como gelificante en multitud de productos alimenticios.
Después del trabajo es el momento de sentarse en torno a un buen fuego, con el mate pasando de mano en mano sin cesar. Otros recolectores de la zona son invitados, como Doña Nancy y su familia, y la conversación se anima con numerosas preguntas a este viajero, a este turista, que ha aparecido de la nada y ya es un trabajador más. Doña Nancy es una mujer de unos sesenta años, enérgica y divertida, que en seguida se gana mi simpatía y la de Aluminio al preguntar si viajo sobre ese caballo. Claro que esto era de esperar de una persona que tiene dos yuntas de bueyes, ¡una llamada Muchacho-Valiente, y la otra Maravilloso-Jardín! Doña Nancy habla sin descanso, ríe, bromea, pregunta, cuenta infinidad de anécdotas e historietas, y entre una y otra deja entrever una vida de duro trabajo y sacrificio. La casa, los hijos, la chacra, las ovejas y las vacas, más la recolección de la luga y el pelillo (otra alga), marisquear y, por si fuera poco, el trabajo en los pantano recogiendo el pom-pom, un musgo que se emplea luego como sustrato para plantas y como relleno en los pañales. Por la noche nos invita a cenar a su casa y de propina nos regala un saco de patatas que ella misma recolecta sin dejar que le ayudemos, y que apenas podemos llevar de vuelta al campamento.
Durante cinco días acompaño a estos pescadores. Bueno, sin exagerar; como el trabajo es duro y tampoco participo de la ganancias, algunos días me escaqueo y me dedico a recolectar mariscos (palo-palo, tumbaos, lapas,...) que luego cocino para deleite de los muchachos, que me piden que no me vaya... ¡pero me tengo que ir! Aluminio, que al principio ha cogido con ganas este descanso, me empieza a echar indirectas y a sugerir que partamos. Yo también siento la llamada del camino, algo que me sale de dentro y que me empuja a continuar, a seguir cabalgando,... volver a estar, Aluminio y yo, solos en la carretera.
Así que con un poco de pena me despedí de mis amigos y seguí mi camino.
Hoy estoy en Castro y mañana embarco hacia el Chaitén. En tres o cuatro días me encontraré de nuevo en Argentina y retomaré mi camino hacia el Norte, aunque no sepa muy bien a dónde dirigirme... tiempo habrá de saberlo!

sábado, 15 de enero de 2011

Puerto Montt, fin de la Ruta Austral (Chile)

Me encuentro en Puerto Montt,  fin oficial de la Carretera Austral. Muchos kilómetros me quedan todavía por pedalear, o muchas leguas por cabalgar, pero no puedo evitar una sensación de despedida. Durante las últimas cuatro semanas he recorrido una de las regiones más aisladas de Chile, y he disfrutado de una naturaleza salvaje, virgen, en un contacto directo con ella (bueno, a veces con membrana impermeable o saco de plumas de por medio...)
Sin embargo, los últimos días la presencia humana se iba haciendo cada vez más patente y esa magia de la Ruta Austral se ha ido rompiendo. Ya no estaba tan solo. Me despido pues de la Carretera Austral, un adiós sin tristeza, dulce, y lleno de agradecimiento.
Asfalto y postes eléctricos... la ruta es hermosa, pero ya no es lo que era.

Por otra parte, creo que me va a venir bien abandonar este aislamiento, pues después de dos meses de solitaria pedaleada por estas tierras del sur, empiezo a padecer la falta de compañía (definitivamente, me estoy ablandando...) Desde que tomé la Carretera Austral, allá en Villa O'Higgins, los encuentros con otros ciclistas se han ido haciendo más frecuentes. Al principio estos encuentros eran siempre acogidos con sorpresa, por ser los primeros, aunque resultaban un poco fríos: poco más o menos como cuando dos perros se divisan en la lejanía, yerguen sus colas y se ponen atentos, y una vez se acercan y se olisquean cada uno sigue su camino sin prestar demasiado atención al otro. Algunas preguntas sobre los destinos y puntos de partida de cada uno, información sobre la ruta, furtivas miradas a las monturas del otro (a ver quién la tiene más grande...), buenos deseos para el viaje... y poco más.
Sin embargo, últimanente estos encuentros habían cambiado sustancialmente, al menos en lo que a mí respecta. Las últimas veces que veía aparecer una silueta ciclista en el horizonte, mi corazón comenzaba a latir con alegría, picaba espuelas para acelerar el encuentro e incluso me ponía a saludar con la mano en la distancia... poco faltaba para que al llegar a su altura me echara bajo sus ruedas, mendigando un poco de conversación. Y a todos los ciclistas que me he cruzado, que han sido muchos, he repetido esperanzado la misma pregunta "¿Sabéis si llevo alguien delante mía?" Y siempre, invariablemente, he obtenido la misma respuesta: nadie pedalea delante tuya. Ni siquiera con una semana de ventaja, nada,... ¡nadie! Todo el mundo se dirige al sur. Montones, hordas de ciclistas que pedalean en rumbo opuesto, y yo nadando contra corriente, anhelando acabar con esta soledad... bueno, en fin, creo que me he puesto un poco dramático, he exagerado algo, pero esa es la esencia.
Tan sólo espero que se trate de una simple crisis, algo pasajero.
Por supuesto, no es ciclistas lo único que me encuentro en la ruta, que es muy pródiga en personajes extravagantes. El otro día, sin ir más lejos, alcancé a un mocete que caminaba delante mía, el paso torcido y la espalda encorvada, parecía un viejito. Me saludó con una sonrisa extraña y le vi con ganas de charla, así que paré y nos sentamos a compartir un cigarro en la cuneta. A las preguntas de rigor sobre mi viaje siguió un momento de silencio, que el muchacho se encargó de romper de modo un tanto peculiar: se me quedó mirando con expresión de amargura y, como si no estuviera muy seguro de la oportunidad de sus palabras, me preguntó si podía revelarme un pequeño secreto. Yo le dije que si preparándome para quién sabe qué, y lo que él me dijo fue,... que era un ángel! Yo disimulé mi estupor y le seguí el juego, pues parecía que el chaval se lo tomaba muy en serio. En el rato que siguió me contó que en el cielo, ante el sol, estaba Dios tocando la flauta, a quien no se le puede ver la cara pero si el cuerpo, y a ambos lados están todos sus ángeles. Él era uno de estos, y fue enviado a la tierra con la importante misión de salvar a su madre, que estaba siendo tratada con diálisis, mediante la donación de uno de sus riñones. Una vez su misión estuviese cumplida, él volvería al cielo, junto a su amado Dios. Mientras tanto, ayudaba a su padre en las labores de la leña, duro trabajo, que les permitía subsistir a duras penas. En el momento en que yo lo encontré volvía caminando del pueblo, a donde su padre lo había enviado con una indigna misión para un ángel: pedir dinero para comprar una cajetilla de tabaco. Volvía con las manos vacías, así que, antes de dejarlo, le di unos cuantos cigarros para su padre. En la despedida se mostró muy agradecido, y me preguntó si no sería yo también un ángel...

¿Verdad que apetece un baño? Laguna Blanca, en el Parque Pumalín.

Y, bueno, cambiando de tema. En el camino desde Coyhaique hasta aquí he tenido un buen tiempo excepcional en estas tierras, apenas ha llovido un par de días y he disfrutado de un sol inclemente que me ha proporcionado un atractivo moreno ciclista, un bronceado a retazos en función de la longitud de las prendas vestidas cada día, y por otra parte ha introducido una variante en mi rutina diaria: el baño del mediodía. Después de una calurosa mañana de pedaleada, cuando la crema solar, el sudor y el polvo de los caminos ha formado una dura costra sobre mi piel, en el momento en el que el sol más fuerte pega... en ese preciso instante, yo busco una tranquila pradera a la orilla de algún río de frías aguas (lo cual no es en absoluto difícil...), me desnudo y me doy un fugaz baño. Después como algo y me echo una siesta, hasta que el termómetro baja un poco y me deja continuar mi marcha. Con el calor los caminos se han vuelto polvorientos en extremo, hasta el punto de obligarme a cabalgar con un pañuelo al cuello, al más puro estilo cowboy (lo que pone de un inexplicable buen humor a Formidable Yegua Aluminio), con el que me cubro la cara cada vez que pasa un vehículo. Por otra parte, el pañuelo es un atrezzo muy apropiado, pues cada vez que llego a un pueblo se repite la misma escena: calles desiertas bajo el inclemente sol del mediodía, el viento barriendo las calles y levantando nubes de polvo a mi paso, cortinas que se descorren levemente y dejan adivinar miradas desconfiadas. En las tiendas de abarrotes las persianas están echadas, y en su interior reina una quieta oscuridad. Algunos haces de luz se filtran por las rendijas e iluminan infinidad de motas de polvo que se posan pausadamente sobre las estanterías casi vacías. Los dependientes se muestran atentos aunque desconfiados ante el forastero, le atienden y después le ven partir con curiosidad, mirando con envidia su montura. Lo único que faltaba era el sheriff esperándome fuera, la mano suspendida en el aire a escasos centímetros del revólver, la mirada desafiante.

Por desgracia, junto con el calor han llegado los tábanos, insectos infernales, de siniestro color negro y rojo, que vuelan en desorganizadas escuadras de insoportable zumbido. Aluminio, que es más supersticiosa que una mula chilota, me dice que son las almas de las truchas que he pescado, que se han reencarnado y buscan venganza. Yo le rebato diciendo que eso no puede ser, pues hay muchos más tábanos que truchas he pescado, aunque la muy jodida me arguye que la proporción no es de un alma de trucha a un alma de tábano, si no que va en función de la "biomasa". Yo no sé de dónde ostias saca esta yegua mía estas ideas, pero lo cierto es que a veces me deja sin palabras.

El tramo final antes de Puerto Montt he cambiado las montañas y sus ríos por la costa, en una variante de la ruta austral que me ha regalado nuevas imágenes y experiencias. Infinidad de pequeños pueblos de pescadores jalonan el litoral, con casitas pintadas de vivos colores y embarcaciones varadas en las playas. A un lado de la ruta el mar, con las redes secándose al sol, y al otro pequeños bosquetes y verdes praderas donde pastan las ovejas y las vacas. Los pescadores preparan sus aparejos y levantan la vista al verme pasar, saludándome divertidos. Por las noches me he dormido mecido por el murmullo de las olas, y cada mañana las toninas (pequeños delfines del sur de Chile) me han dado los buenos días con sus saltos y juegos.

Las montañas y el mar se encuentran. Caleta Gonzalo.

Mi siguiente etapa sigue en la misma línea. Desde Puerto Montt pasaré a la Isla de Chiloé, que recorreré de norte a sur en una inversión de mi rumbo sin precedentes. Después volveré al continente en el Chaitén, y de ahí pasaré a Argentina por el paso Futaleufú. El pueblito del Chaitén, que ya he visitado, me dejó profundamente impresionado. Hace dos años el volcán del mismo nombre hizo erupción, arrasando el pueblo que, por fortuna, había sido diligéntemente evacuado. Ahora se trata de un pueblo fantasma, vacío, las calles cubiertas de arena y rocas, las casa semienterradas bajo la ceniza del volcán, y con un río que antes bordeaba el pueblo, ahora cruzándolo por el mismísimo centro.
El Chaitén, un pueblo fantasma.

Y bueno, poco  más que contar. Llueve en Puerto Montt y la temperatura es de doce grados: antes esta perspectiva pospondré mi salida hasta que el tiempo mejore, y aprovecharé para reponer energías en esta ciudad en toda regla, con sus sucias calles llenas de coches, centros comerciales y una lamentable cohorte de mendigos... le dicen civilización.
Agures!