jueves, 26 de mayo de 2011

Puerto Maldonado, Perú


1° día de navegación.

Por fin, tras una semana de retrasos y espera en Riberalta, hoy he embarcado. El bote es el Yenni-Luz, y al verlo casi me caigo de culo. Un cacharro de miedo, una chabola flotante, un cajón de madera de diez metros de largo, dos pisos, motor diesel de camión "adaptado", y una tripulación muy particular: Alciades, el piloto, un hombre de sesenta y pico con una sonrisa tranquila, apenas esbozada, que se ha ganado mi simpatía al momento reconociendo a Aluminio como lo que es, un miembro de la especie equina; su hijastro Mario, de dieciocho, que parece asustarse de mi presencia y no me mira a la cara; y Chichi, hijo natural, veintialgo años, con síndrome de Down, y que me mira con curiosidad descarada. Llevamos a rastras, además, dos barcazas tan grandes como el bote; un "zapato", que es más o menos una trainera, también de carga; y un "peque-peque", el bote de salvamento.
La mañana la hemos pasado con los pequeños detalles de última hora, bah, naderías como cargar combustible, agua de beber, algo de comida,... Cuando por fin hemos zarpado me ha dejado acojonado el ruido infernal del motor, es insoportable. Creo que en su adaptación el aislamiento acústico no fue tenido en cuenta. El bote se ha puesto en marcha muy lentamente, alejándose del puerto (si es que se puede llamar puerto a una playa enlodada) con cuidado, mientras yo esperaba impaciente a que llegáramos al centro del río para pisar a fondo y empezar a disfrutar de este emocionante viaje. Al cabo de un rato sin que la velocidad aumentara he subido a la cabina de mando (algún nombre le tenemos que dar al techado donde están todos los instrumentos de navegación de que está dotado el bote, es decir, el timón y la palanca del acelerador) y, con delicadeza, le he preguntado a Alciades si esta velocidad era la normal. Un "si" escueto, apenas susurrado, mientras mantenía la mirada fija en el río, como si un segundo de distracción pudiera bastar para estrellarnos contra la lejana orilla.
He vuelto abajo desanimado... ¡vamos más lentos que el paso de Aluminio! En fin. He buscado dónde colgar mi hamaca y me he tumbado a leer, pero, ¿cómo hacerlo con un cuatro cilindros atronando a dos metros escasos de mi cabeza?
En fin, ocho días hasta llegar a Chivé, tan sólo ocho días…


2° día de navegación.

Apenas ha amanecido cuando unos pasos en cubierta me han despertado. He salido de la cama soñoliento y, como si esta fuera la señal que estaba esperando, Alciades ha despertado a la fiera, roaarr-roaarr, ya no callará hasta la puesta del sol. Mario ha preparado para desayunar café con... pues lo ha preparado con agua y café, con qué va a ser. Menos mal que tengo unas galletitas, que he comido a escondidas. Si, soy un ser ruin. 
Tras desayunar he subido a charlar un rato con Alciades, aunque este hombre es más bien de pocas palabras, además de que el susurro en que consiste su tono habitual no ayuda demasiado en la magra conversación que mantenemos. Luego he andado un rato de un lado para otro, mirando la selva, el río, el cielo, luego otra vez la selva, de nuevo el cielo, el río... hasta que aburrido me he tumbado a leer en la hamaca. Sorprendentemente, he conseguido abstraerme, ignorar ese sonido infernal, y he leído por un buen rato. Exactamente hasta que Chichi se ha parado a mi lado y ha comenzado a hurgar, con fingido disimulo, en la bandolera donde llevo mis cosas. Le he reprendido en broma y se ha echado a reír con ganas. En vista de su atrevida curiosidad, para evitar males mayores, he sacado de la bolsa unos prismáticos para que se distrajera. Se ha quedado maravillado y ya no los ha soltado en todo el día, la boca abierta, mirando a diestra y siniestra.
A media mañana Mario ha traído algo de comer: arroz blanco con carne en salazón y plátano frito, las sobras de la cena de ayer. Me ha ofrecido el plato mirando a otro lado, retirándose después a toda prisa sin responder siquiera a mis "gracias". Más parecía que estuviera alimentado un tigre en el zoo. Mientras comía me he dedicado a mirar el río, el inmenso, gigantesco río, sus turbias aguas, la fuerte corriente, los troncos flotando,... y también las botellas de plástico aquí y allá, y los grumos de asquerosa espuma. A cientos de metros de nosotros veía las orillas, una escarpada pared de lodo de más de cuatro metros (ahora que el río va bajo), tras la cual se extiende una maraña verde homogénea, continua, sin interrupción alguna, de no ser pequeños claros de los que asoman tejados de palmas. El paisaje no varía en absoluto, se mantiene constante durante kilómetros y kilómetros, y esa monotonía resulta hipnótica. ¿Qué pasará por la cabeza de Alciades, de sol a sol sentado tras el timón, sin despegar la vista del río? Pienso que tantos años así no pueden ser buenos.
Leo el resto del día. Para cenar Mario prepara, oh sorpresa, arroz con carne en salazón y plátano frito. Al ponerse el sol amarramos el bote a una rama cualquiera de la orilla y, sin más preámbulos, nos vamos todos a dormir. De verdad, de verdad os digo, que son de pocas palabras.


3° día de navegación.

El ronco aullido del maneche, el mono aullador, me ha sacado de mis sueños un rato antes de amanecer. Me he quedado un rato tumbado, maravillado de tal sonido, hasta que finalmente se ha callado: o mejor dicho, el motor lo ha acallado. Para desayunar café y arroz con plátano frito. Otra vez, otra puta vez. 
Sentado tras el timón, con frases cortas y espaciadas que pacientemente he escuchado, Alciades me ha explicado que el canto del maneche al amanecer significa que se nos viene encima un surazo. Un surazo es una temible masa de aire frío proveniente, no podía ser de otra manera, del sur, que hace que la temperatura baje hasta unos gélidos 25 ó 26°C y llueva. La tripulación se lamenta y se abriga, y yo anhelo su llegada pensando que por fin podré respirar sin agobios. Con Mario he hecho un par de intentonas de conversar, pero imposible: responde a lo que le digo con un “si” o un “ya” esquivo y completamente ajeno a la cuestión, y deduzco que debe estar pasando una muy, pero que muy mala edad del pavo. Chichi es otra cosa: hoy ha aparecido en cubierta tambaleándose como si estuviera borracho, y de repente se ha erguido y se ha echado a reír, señalándome con el dedo como si dijera “¡picaste!”
Dedico el resto del día a leer (el ruido del motor no me importa ya en absoluto), y a media tarde me termino, con un gran estremecimiento de terror, todas las lecturas, ¡dos libros, ni más ni menos, que tenía reservadas para los ocho días de viaje! ¿Qué me espera de ahora en adelante?!
Para distraerme un poco me he puesto a hurgar en la cocina, y mi quiebra moral ha sido entonces total: nuestras provisiones se componen, como yo ya comenzaba a sospechar, de un gran saco de arroz, un enorme racimo de plátanos y unas tiras de carne seca y salada que apestan colgadas aquí y allá. Hay también unos huevos, patatas, unas cebollas viejas y alubias, aunque está claro que Mario no considera todo eso como alimento potencial. Descubro también un pequeño cuartito al fondo de la cocina, en el que no había reparado antes, y que resulta ser el baño...¿ que qué había hecho hasta ahora? Pues aliviarme por la borda a escondidas, como pensaba que hacíamos todos. Definitivamente, en este bote hay una seria falta de comunicación.
Esa noche me acuesto desesperado, todavía me quedan cinco días a bordo y no tengo qué leer, no tengo con quién conversar, no puedo tocar la harmónica porque ni siquiera me escucho por encima del ruido del motor, la comida es repetitiva, la selva y el río son repetitivos,...arghh!!


4° día de navegación.

Es noche cerrada y escucho ruidos en cubierta. Me incorporo y busco a tientas la linterna cuando recibo un fuerte golpe en la cabeza y pierdo el sentido. Al rato recobro el conocimiento, aunque todo es confuso. Veo borroso y me duele la cabeza horrores. Allá lejos veo desfilar las copas de los árboles, con sus juegos de luces y sombras, todo se mueve a mi alrededor, incluso yo me muevo, pero cómo, creo que estoy tumbado,... ¡me llevan en una camilla! Veo una mujer que camina junto a mí, va a medio vestir, o lo que es lo mismo, medio desnuda, y en contra de lo que es común en estas tierras, juraría que su piel es blanca y su cabello rubio. Me sonríe, una sonrisa angelical, y vuelvo a perder el conocimiento.
Despierto de nuevo y me encuentro en unas pequeñas choza de hojas de palma.  La cabeza ya no me duele tanto y me siento más despejado. Del exterior me llegan voces alegres y risas, así que me levanto y me asomo con cuidado. Lo que veo casi hace que vuelva a perder el conocimiento: ante mí tengo una pequeña explanada rodeada de media docena de chabolas, donde una veintena de hermosísimas mujeres se afanan en lo que parecen ser los preparativos de un gran banquete. Veo cestos llenos de frutas de vivos colores, junto a un gran fuego se asan suculentos pescados y carnes que gotean deliciosa grasa, y de algunas borboteantes ollas me llegan exquisitos aromas. Entonces ocurre que las chicas reparan en mí, y dejando sus quehaceres de lado me rodean, me cercan con sus sonrisas, me acorralan con sus miradas, y muy dulcemente me llevan hasta un lugar preferencial en la mesa, aunque propiamente no haya mesa, pues nos sentamos en esteras en el suelo. Una vez allá una de ellas me habla, su voz es sensual y tiene un extraño acento, aunque la entiendo perfectamente: lo que me dice es que me vieron pasar por el río en el bote e, inmediatamente, me reconocieron como el enviado del que hablaban sus profecías. Decidieron rescatarme esa misma noche de manos de mis crueles captores (son sus palabras...), que no pretendían otra cosa más que matarme de hambre y aburrimiento, los muy canallas. Y luego se disculpa por el golpe, es que no había tiempo de explicaciones, perfectamente comprensible mujer, no te preocupes por esa tontería. Después me ofrece quedarme a vivir con ellas,... o no entiendo si con ella,... o con la otra, ...¡con la que quiera, con todas, qué sé yo! A mí se me saltan las lágrimas de alegría, y me dispongo a pronunciar unas elocuentes palabras de agradecimiento cuando, de repente, un rugido atronador comienza a vibrar en el aire, a la vez que la tierra tiembla. Mis chicas se miran con preocupación y comienzan a huir despavoridas en todas direcciones, mientras yo voy como loco tras una, tras la otra, no os vayáis, no os vayáis, volved, esperaaaaaaad!!! 
Entonces he despertado braceando en la oscuridad del bote. El motor ya está en marcha. Mecagüen Alciades, hoy ni siquiera ha esperado a que amaneciera. 
La mañana la he pasado escrutando nostálgicamente la selva que nos rodeaba, creyendo adivinar un muslo bronceado tras ese tronco, una melena rubia que ondeaba entre los carrizos, una mirada azul en las copas de los árboles,... bien y tú.
A medio día hemos llegado a Sena, un pequeño poblado con puerto que marca la mitad de nuestro viaje. Alciades ha ido a hacer los trámites portuarios (multa al canto,… bien merecido lo tiene, ya sabía yo que arrancarme de mi sueño de ese modo era ilegal) y luego hemos continuado. O mejor sería decir que hemos querido continuar: mientras maniobrábamos para salir del puerto, Alciades ha alterado su expresión de modo casi imperceptible y, como sin darle demasiada importancia, con el mismo tono que diría pásame el bolígrafo, ha dicho: “creo que hemos perdido la hélice”. Hemos intentado dirigir el bote a la orilla remando con unos tablones, pero ni por el forro, así que he tomado un cabo y, en una acción de heroísmo sin precedentes en la historia de la navegación fluvial del río Madre de Dios, me he lanzado al agua de cabeza y he nadado los veinte metros que había hasta la orilla, donde he amarrado la embarcación a un árbol. Luego he pensado en las pirañas, los yacarés, las anacondas, los candirus,… menos mal que lo he pensado luego. He vuelto al barco a tiempo de ver a Alciades emerger a popa del bote, desde donde ha confirmado sus sospechas, blubs, se la tragó el río. Y qué hacemos, compadre, qué hacemos, me pregunta. Yo me he quedado perplejo, el que lleva cincuenta años navegando eres tú, no yo, he pensado, pero chitón. En el bote había otra hélice, sólo quedaba colocarla, y como yo ya estaba mojado, y Alciades tenía mucho frío (recordemos que estamos en pleno surazo, la temperatura debía rondar los 25ºC…), y Mario está en la edad del pavo, y Chichi andaba por ahí con los prismáticos, ajeno a todo lo demás, pues…
Un buen rato que me he pegado bajo el bote, metido en el agua turbia y lodosa, manejando una hélice de bronce de 20Kg que me hundía, buscando a tientas el eje, intentando encajar las piezas sin que se me cayera ninguna,… al final ha oscurecido y lo hemos tenido que dejar. Mañana seguimos.
Por la noche, después de cenar sin sorpresas, Alciades ha sufrido un inexplicable arranque de sociabilidad y durante un buen rato hemos estado conversando sobre su vida como navegante, sobre los garimperos, o buscadores de oro del río, y me ha contado también algunas leyendas del río,…  en fin, hemos pasado un buen rato, y al final hasta he perdonado a Alciades por haber ahuyentado a las Amazonas. Es un buen tío este Alciades, un poco extraño y muy callado, pero muy buen tío.
Hoy me acuesto satisfecho, por lo menos hemos tenido un poco de acción.


5º día de navegación.

Con las primeras luces del día me he metido en el agua. Colocar la hélice ha llevado su trabajo, no entraba y había que rebajar una pieza, afuera otra vez, serrar, limar, al agua a probar de nuevo, limar otra vez, probar de nuevo,… y por fin ha entrado, suavemente, sin resistirse. Al salir del agua, oh sorpresa, Mario me esperaba con una expresión que era casi una sonrisa y un café caliente en la mano. Sin más dilación nos hemos puesto en marcha, había que recuperar el tiempo perdido.
A mediodía Chichi ha aparecido ante mí agarrándose la tripa con gesto exagerado, como si le doliera horrores, y cuando me dirigía hacia él para ver qué le pasaba, de nuevo se ha echado a reír, muuaajaajaja, has vuelto a caer inocente. Menudo cabroncete está hecho. Sin embargo, el susto de la tarde ha sido de verdad. Estaba yo meditando profundamente en mi hamaca cuando he oído un fuerte golpe, y mi primer pensamiento ha sido que la hélice se había caído, pero las hélices cuando se caen en el agua no hacen ese ruido, supongo yo, así que he subido a la segunda cubierta a ver qué ocurría. Alciades no estaba al timón, o sea íbamos sin gobierno, y he visto que tras el camarote se veían unos pies en el suelo; era los de Mario, y Alciades trataba de levantarlo del suelo. Mario estaba completamente ido, con los ojos abiertos como platos y la mirada perdida, sin poder tenerse en pie. Alciades lo ha tumbado en la cama y me ha explicado, con calma absoluta, que a veces le dan ataques: se cae al suelo y tiene convulsiones. Luego me ha dicho que está tranquilo conmigo a bordo, porque mientras él está arriba al timón yo puedo vigilar que nada les pase a Chichi ni a Mario abajo. Yo he pensado que hubiera sido todo un detalle por su parte informarme de que estas cosas le ocurrían a Mario, y que por eso debía echarle un ojo de vez en cuando. Milagro que no haya caído por la borda sin que nadie nos enteremos. Falta de comunicación, definitivamente un serio problema.


6º día de navegación.

Hoy no hemos visto amanecer: el barco, el río, la selva, nosotros, todo estaba sumergido en una densa, impenetrable niebla. Pero eso no ha impedido que Alciades pusiera en marcha el motor a la hora de siempre, ni que se dirigiera con decisión al centro del río. En fin, cincuenta años en el río,…espero que sepa lo que se hace. Por un buen rato he acompañado a Alciades junto al timón, los dos en silencio, los dos con la mirada clavada en esa masa gris en la que apenas se intuía el contorno de las orillas. Alciades impasible, yo un poco acojonado. Me pregunto qué corre por las venas de este hombre. A media mañana el sol ha ido disipando la niebla, en un rato no quedaban más que algunos grumos atrapados entre las copas de los árboles y un vapor que ascendía soñoliento desde la superficie del río.
Para comer ha habido sorpresa: acompañando nuestro habitual arroz con carne y plátano había unas alubias con cebolla y patatas,… ¡bien por Mario! Aunque mi preocupación ahora es otra: al ir a tomar agua a la cocina he visto que la cuba estaba casi vacía, y le he preguntado a Mario qué haríamos cuando se acabara. El ha sonreído, una sonrisa sin lugar a dudas, de esas de oreja a oreja, y me ha señalado el río con el dedo. Creo que en su sonrisa había mucho de sorna y de triunfo, como si dijera, si gringuito, te vas a beber el agua lodosa y espumosa del río. Ha perdido los pocos puntos que había ganado tras la comida de hoy.
Con Chichi creo que he cometido un gran error. A la tarde le he escuchado haciendo sonar un pequeño tubo de plástico soplando a través de él, y me ha parecido buena idea enseñarle mi harmónica. Desde ese momento se ha olvidado del tubo, se ha olvidado también de los prismáticos, que no había soltado hasta hoy, y ya no ha hecho más que tocar la harmónica: todo el día, sin parar. Me hace gracia porque mueve las manos como me ve moverlas a mí cuando la toco, pero me da miedo,… ¿qué ocurrirá cuando lleve unos días tocando y la paciencia de todos esté al límite? ¿Irá Chichi por la borda?
De cena arroz con carne y plátano.


7º día de navegación.

Hoy hemos atravesado una zona con bancos de arena. Hace unos meses que la estación de las lluvias acabó y el río baja escaso de caudal, por lo que en algunas zonas es peligroso. La verdad, cuesta creer que en semejante río, con más de doscientos metros de agua hacia cualquiera de las dos orillas, cubra tan poco. Pero es cierto. Alciades me ha pedido que me pusiera a proa con una pértiga para ir comprobando la profundidad, así que allá me he dirigido, pértiga en mano, cual operador de sonar de un submarino nuclear, ping-ping, mi Capitán, profundidad 8 pies y bajando, ping-ping, 6 pies y bajando, ping-ping, 4 pies mi Capitán, vamos a encallar!!! Por suerte no ha llegado a tanto. Lo cierto es que en algunos lugares cubría cerca de un metro, pero el bote ha pasado si problemas, gracias a la diestra mano que lo gobierna.
A la tarde he subido un rato a la cabina de mando. Alciades gobernaba, impasible como una estatua, sin moverse de su taburete de madera, sin levantar las manos del timón, ni los ojos del río. Mario rotulaba el nombre del bote en el exterior de la cabina, con lo que él decía ser letras góticas, y Chichi daba la murga con la harmónica, fii-fuu, fa-fa-fa-fuuuu. De verdad que no debe ser sangre lo que corre por las venas de Alciades, pues si lo fuera mi harmónica ya estaría en el fondo del río y Chichi con un buen bofetón en la mejilla.
Por la noche hemos amarrado y he observado con preocupación que todo el mundo se preparaba para dormir… ¡sin haber cenado! Así que me he dirigido a la cocina a sugerir que algo habría que cenar, no? En la cocina estaban Mario y Alciades. Mario se había acostado ya en la cama (pues duerme en la cocina), la mosquitera corrida, lo que significaba que ni pa’dios iba a cenar nada. Y Alciades estaba apoyado en el eje del timón, la cabeza ladeada para que el ala del sombrero le tapara la pequeña bombilla que iluminaba la cocina. Esta pequeña lucecita era la única de todo el bote, y en torno a ella se agolpaban infinidad de mosquitos y polillas que parecían centellas, revoloteando a toda velocidad y dejando la luz sólo para chuparnos la sangre. Me he liado un cigarro, he ofrecido otro a Alciades, y entre calada y calada, sin previo aviso, Alciades se ha puesto a hablar y me ha contado, versión resumida, toda su vida. Infancia, padres y hermanos, primer trabajo, peleas, la navegación, mujeres, más peleas y tiroteos, robos, buscando oro, la muerte de su mujer, otras mujeres, los hijos de unas y de otras,… en fin, un buen rato durante el cual los mosquitos no han dejado de joderme, pero que me han reafirmado en mi opinión de que Alciades es un tío cojonudo.
Antes de irme a dormir he conseguido un plato de las alubias de ayer.


8º día de navegación.

Hoy al mediodía hemos llegado, por fin, a Chivé. Chivé tiene un puerto que es un barrizal, con una empinada y resbaladiza cuesta que lleva a un puñado de casas en torno a una descomunal cancha de fútbol. He desembarcado con Alciades, él iba a buscar noticias de su patrón, yo a buscar un bote que me lleve hasta Puerto Maldonado, todavía unas horas río arriba, y de paso a comprar algo que comer. Yo he tenido suerte, pues he encontrado unos milicos que me llevan en su lancha hasta Puerto Heath, el puesto fronterizo Boliviano, y desde allá deberé arreglármelas hasta Puerto Maldonado. Tan sólo me piden que consiga cinco litros de gasolina, ya sabe compadre, al llevar más peso en el bote consume más. Hemos quedado en que a las seis de la tarde salimos.
A la tarde me he despedido de Alciades. La verdad, ahora me jode irme, me estaba cayendo muy bien este hombre. Hasta me había acostumbrado al ruido del motor, y la comida pues, bueno, comida es, alimenta, que es lo que cuenta. También me da pena despedirme de Chichi, no tanto de Mario.
Se acercan las seis y yo ya tengo todo preparado, esperando.
Pasan las seis y los milicos no aparecen por la lancha. Empieza anochecer, y yo me pregunto cómo iremos de noche. Sigo esperando.
Las ocho, noche cerrada, y aparece un hombre que me pregunta si ya he apañado mi viaje. Le digo que si, con los milicos, y me dice que me olvide de eso. Los acaba de ver, están borrachos como cubas en el pueblo, y hoy no irán a ninguna parte. Le he preguntado a Alciades si había algún problema en que me quedara otra noche en el bote, y me ha respondido que por supuesto que no, que sería un placer. Qué bien me cae este tío.
Me duermo con la música de los karaokes de Chivé de fondo.


9º día de navegación.

Estos cabrones de los milicos casi se largan sin mí. Esta mañana estaba remoloneando en la cama, pensando que si ayer estaban borrachos no madrugarían mucho, y he ahí que me levanto a mear y de pura casualidad los veo empujando el bote al agua. He corrido hacia ellos, eh, eh, os acordáis de mí, soy el que ibais a llevar ayer a Puerto Heath, Ah si, qué haces, vienes, Si claro, Pues date prisa, tenemos que llegar a tiempo del contacto por radio. Cargo las cosas los más aprisa que puedo, me despido de todos otra vez, esta vez sin ceremonias, a Chichi le regalo la harmónica (no sé si Alciades me odiará después por esto) y monto en la motora a todo correr. En apenas una hora hemos llegado a Puerto Heath, aunque claro, esta motora va rápido de verdad, motor fueraborda y todo eso. Allá he desembarcado ante la atenta mirada de la tropa, y he descubierto con sorpresa que quienes venían conmigo en la lancha eran los oficiales al cargo, buenos días mi sargento, les dicen todos cuadrándose al pasar. Por lo que me han dicho por el camino, no está previsto que ninguna embarcación pase con destino a Puerto Maldonado hasta dentro de por lo menos dos días, así que, con cierto embarazo, les he preguntado dónde puedo instalar mi carpita. Todo unos caballeros estos oficiales, me han ofrecido un cuarto en su propio barracón: cama y sábanas limpias.
Pero la suerte ha querido sonreírme hoy (lo está haciendo desde que me hizo salir a mear por la mañana), y a las pocas horas ha aparecido un bote que iba a Puerto Maldonado. Me encontraba yo en plena jugada a los dados con los sargentos cuando un soldado ha aparecido y, cuadrándose, me dice, Señor, hay un bote que puede llevarle a Puerto Maldonado. A mí estas disciplinas militares no me sientan muy bien, preferiría que me dijera, oye tú, gringo, que ha llegado un bote que te lleva, date prisa, pero lo que cuenta es que había un bote, no vamos a andarnos con tonterías, así que rápidamente he ido a cargar las cosas en él.
Este tercer bote de hoy era un peque-peque, una embarcación del tamaño de una trainera con un motor enano que hace eso, peq-peq-peq-peq. En el bote iban dos bolivianos, un brasileiro y un peruano, todos garimperos, de paseo a la gran ciudad a gastarse los duros que se sacan con el oro. En la frontera peruana se nos ha unido un milico peruano que también va a la ciudad, así que allá íbamos los seis, cada uno de una madre, pero todos en animada charla por encima del ruido del motor, con seis horas de incómoda navegación por delante. Y por si fuera poco, nada más salir se ha puesto a llover. Menos mal que, previsoramente, el brasileiro se había robado un gran plástico de otro bote que estaba en la frontera, que si no… así que ocultos bajo el plástico, fumando y charlando, calados hasta los huesos de todos modos, hemos ido avanzando durante seis incómodas e interminables horas, hasta que por fin, cuando empezaba a caer la noche, hemos visto unas luces dispersas en una ladera, y la inconfundible figura del gigantesco puente de la futura carretera interoceánica recortarse contra el cielo.
Ya estaba en Puerto Maldonado.

viernes, 13 de mayo de 2011

Rurrenabaque y Riberalta, orillas del río Beni, amazonia Boliviana

El techo de chapa de albergue crepita bajo la fuerte lluvia. A veces, fuertes ráfagas horizontales empujan las frías gotas bajo la techumbre y me alcanzan en mi hamaca, y me siento un poco más cerca del capitán Ahab que, abierto sobre mi regazo, surca los océanos y se enfrenta a tempestades y otros peligros por dar caza a la temible ballena blanca, Moby Dick. La tormenta, rumiada por largo tiempo en interminables horas de pegajoso bochorno, ha estallado por fin, y su opaca y chorreante masa gris lo ocupa ahora todo. La orilla opuesta del río Beni queda ahora oculta por una espesa cortina de agua; sólo de modo difuso alcanzo a adivinar las siluetas de las palmeras y los altos árboles que conforman la impenetrable selva que queda más allá. De vez en cuando, el apagado petardeo de una embarcación bajando por el río llega hasta mis oídos, o escucho las desesperadas quejas del loro del albergue, inválido y olvidado bajo la lluvia. Todo lo demás es el estruendo de la lluvia.
Esta y otras lluvias han dejado los caminos impracticables, lo que nos obliga, a Aluminio y a mí, a aguardar a que el tiempo mejore en este pueblo, Rurrenabaque. Rurrenabaque es una especie de Disneyland de la selva, a donde miles de turistas de todo el mundo llegan buscando una excitante (y simulada) experiencia de supervivencia en la jungla. ¿Y qué hago yo aquí? Bueno, yo sólo quería un machete. ¿Que qué tiene que ver un machete con todo esto? Pues es bien sencillo: de nada sirve un machete en el altiplano. Un machete requiere de pesados racimos de plátanos que arrancar de la palmera; requiere de una impenetrable maraña de vegetación contra la que estrellar su mellado filo; y en definitva requiere, por qué no, de amenazantes anacondas que decapitar con su oxidada hoja. Es por eso que decidí venir a la selva.
Atrás quedó pues el monótono altiplano boliviano, sus eternas rectas rodeadas de pampas infinitas. Atrás quedan las cholitas con sus polleras acampanadas y sus bombines ingleses, sus rostros de bronce cincelados con los rasgos del Inca. Abandono tambíén La Paz, en cuyas calles resonaba todavía la dinamita de las protestas mineras. Me olvido, en fin, de los frescos y despejados días andinos, y me lanzo en un vertiginoso descenso hacia la brumosa y asfixiante selva, donde podré, por fin, estrenar mi machete.
Pero ojo; salir de La Paz un soleado día de abril, ascender hasta el paso de La Cumbre, a 4.700m, y descender después hasta la selva, es algo que supera toda capacidad de asombro.
Para empezar, hay que pedalear durante muchos kilómetros entre el caótico tráfico de esta gran ciudad, sorteando autos, camionetas y camiones que, en su despreocupado ir y venir, te saturan los alveolos con el humo del recién nacionalizado petróleo boliviano: y no hay pausa para tus pulmones, ahogados ya por el escaso oxígeno de la altura. De vez en cuando paras para recuperar el aliento, y al volver la vista atrás descubres que la ciudad se extiende hasta el infinito, un colosal agujero cuyas escarpadas paredes están tapizadas de ladrillo, desde el fondo del valle hasta las cumbres más elevadas. Y poco a poco, pedalada a pedalada, vas dejando atrás hasta la última casita, y por fin, al volver la vista atrás, ya no ves más que montañas y más montañas, y delante tuya de nuevo la carretera, toda para tí, sin semáforos ni cláxones.
En el alto hace frío, una densa niebla oculta todo el entorno, y antes de empezar a bajar te abrigas. La bajada es vertiginosa, el olor a freno forzado anticipa los autobuses, cuyas serigrafiadas traseras ves aparecer entre la bruma: Jesucristo en su calvario y las mujeres desnudas, blandiendo enormes espadas contra temibles dragones, compiten en popularidad en estas auténticas obras de arte con ruedas. Aluminio los sobrepasa fácilmente, ante la atónita mirada de los pasajeros que ven una sombra gris que les adelanta entre más sombras, mientras el inquietante eco de un relincho resuena entre las escarpadas laderas de los Andes. A los pocos kilómetros abandono la ruta principal, pavimentada, y tomo el desvío de la "Ruta de la muerte", conocida así por ostentar el triste record de ser la carretera que más muertes anuales provocaba en todo el mundo. Hoy en día, sin embargo, es una delicia ciclista: 35Km de bajada por una pista de tierra, estrecha, solitaria, flanqueada por profundos precipicios al fondo de los cuales serpentea un río de aguas turbulentas, y una vegetación que se va haciendo más exhuberante por momentos. Enormes mariposas de colores, helechos gigantes, cascadas de ensueño,... hasta que finalmente llego a la llanura infinita de la selva, a apenas 200m sobre el nivel del mar, a pesar de que a estos ríos les quedan todavía más de 5.000Km que recorrer hasta el Atlántico, lo que da una idea del relieve del lugar.

Carretera de la muerte. Mal lugar para cruzarse con un bus.

Y por esta llanura pedaleé durante seis días hasta llegar a Rurrenabaque, seis días de calor, humedad insoportable, mosquitos, polvo, y una ruta, ésta sí, peligrosa de verdad, con un tráfico pesado e intenso que la hace poco recomendable.
Pero ahora ya estoy en Rurrenabaque, y puedo descansar.

 

Riberalta, 550Km al norte de Rurrenabaque, río arriba. Otros seis días de pedaleo bajo el inclemente clima tropical separan estas líneas de las escritas más arriba. Los ultimos días que pasé en Rurrenabaque los empleé en montarme en "la montaña rusa" y "la noria", estrellas de aquel parque de atracciones selvático que, recordemos, es Rurrenabaque. Algunos me llamarán hereje, otros fariseo: yo no alegaré nada en mi defensa. Sólo diré que la bronca que Aluminio me echó por haberla dejado durante seis largos días abandonada en el patio del albergue, mientras yo me iba de excursión con un grupo de turistas de las más diversas procedencias, me ha disuadido de volver a caer en la tentación en el futuro. Con esta certeza, y habiendo redimido mis culpas, seis días de duro y aburrido pedaleo mediante, tengo la conciencia en paz, y puedo continuar con el relato.
La ruta desde Rurrenabaque a Riberalta es aburrida: una inmensa recta, sin apenas curvas y sin una sóla cuesta, castigada por el sol, interminable, monótona y polvorienta. La carretera es una ancha línea de tierra roja que, como una gigantesca y sangrante herida, se extiende durante cientos de kilómetros a lo largo de la selva. Y creciendo a ambos lados hay una grave infección, que ha talado o quemado la selva y puesto en su lugar pastos para los caballos y las vacas. Sólo de vez en cuando se atraviesan sombríos parajes rodeados de la selva original, aunque esto no hace más que aumentar la pena.
Con esta perspectiva, poco hay que resaltar de esta etapa. Un día paré a acampar junto a un pequeño riachuelo. Era pronto todavía y me fui a pescar un rato, aparejo y un poco de chorizo, me olvido de la cucharilla en estas aguas opacas. Me senté a la sombra, junto a una pequeña poza de aguas turbias, en un lugar donde la orilla caía abruptamente hacia el agua, y desde esa pequeña altura me dediqué a echar el anzuelo. Una y otra vez lo eché, sin más suerte, avergonzado por la facilidad con la que una pareja de martines pescadores se zambullía en el agua una y otra vez, saliendo siempre victoriosos. Y en esas estaba cuando mi mirada, en uno de sus distraídos paseos, fue a posar su atención en un tronco que había sumergido justo bajo mis pies, un tronco que había visto hacía un rato, pero que sólo ahora...¡ostia! ¡Pero si es un yacaré! Y allá estaba el bicho, dos metros y medio de lagarto, mandíbulas de dos palmos, con su inquietante mirada fija en mí a través del agua, esperando a que yo mordiera el anzuelo del refrescante baño. Así que resolví que la jornada de pesca se había terminado, y me retiré de ahí pensando que, yendo a esquilar, casi vuelvo esquilado.
Ahora  me pudro en Riberalta, me aburro, me desespero, esperando a que el bote que me va a sacar de aquí logre los permisos necesarios, consiga el gasoil, acabe de ser cargado, el capitán se cure de la malaria... o yo qué sé qué más, de tantas excusas para el retraso que he oído ya. Por suerte, tras un breve regateo, he logrado bajar el precio del viaje a la mitad, y estoy seguro de que a pesar de eso sigue siendo abusivo. Y una vez embarque me espera una semana de tranquilidad durante la que remontaremos el río Madre de Dios hasta la frontera Peruana: nada de pedalear, nada de cansarme bajo el sol. Sólo tumbarme en la hamaca a la sombra y leer, tocar la harmónica y sestear.
Amén.


miércoles, 13 de abril de 2011

Uyuni, Bolivia

Una silueta negra surgió, minúscula, recortada contra el azul del cielo, y describiendo amplios círculos fue descendiendo, cada vez más veloz, hasta que por fin el majestuoso perfil del cóndor de los Andes fue reconocible. Su blanco dorso y su cresta color sangre ofrecían un llamativo contraste con el negro plumaje, resultando el conjunto de una belleza intimidatoria. Su gran sombra se proyectaba entonces sobre las someras aguas de la Laguna Verde, al pie del Volcán Licancabur, en la frontera entre Chile y Bolivia. El ave continuó su planeo hasta una enorme roca, donde se posó con sonoro batir de alas. Al pie de esta roca se encontraba un zorro, o por mejor decir una zorra, pues era hembra de esta especie, cuyo aspecto no podía ofrecer más triste contraste con el impecable plumaje del cóndor: su pelaje estaba mudando, con numerosos mechones de pelo colgando aquí y allá, su cola estaba raída y mustia, y sus orejas surcadas de cicatrices.
Cuando el cóndor hubo plegado y acomodado sus cuatro metros de alas dirigió una mirada distraída hacia la zorra y le dijo:
   - ¿Qué hay de nuevo, zorra?
La zorra se volvió lentamente, como si justo entonces se diera cuenta de la llegada del cóndor, y respondió con cierta sorna:
   - Vaya, pero si es Su Majestad, el Rey de los Andes.
   - Menos cachondeo, zorra, o te arreo un picotazo que te parto en dos... ¿cómo van las cosas por aquí? Se te ve con mal aspecto.
   - Pst, no estoy tan mal. Si por el guarda fronterizo fuera estaría muerta de hambre, pero los viajeros siguen siendo generosos. Hace unos días pasaron un par de ciclistas que me dieron bien de salami y queso... majos humanos!
   - ¿Un par de ciclistas?- preguntó el cóndor con súbito interés.
   - Si,... ¿es que ahora te interesa el ciclismo? - dijo la zorra volviéndose extrañada hacia el cóndor, aunque de repente su rostro se iluminó, y continuó con malicia- ¿o es que Su Alteza también padece el mal del vulgo, el hambre?!
   - ¿Hambre yo, y como para interesarme por dos ciclistas flacuchos, además? - intentó disimular el cóndor, dolido por haberse dejado descubrir por la zorra. - No, sólo que es raro que pasen ciclistas por estos lugares tan apartados,... hambre yo, un cóndor!! Pero, en fin, debo irme, tengo que,... umm, vigilar mi territorio - continuó, más turbado de lo que le hubiera gustado.
   - O, si, claro, supongo que Su Excelencia tendrá un mañana muy ocupada... vigilando su territorio. - dijo con ironía la zorra, mirando fíjamente al cóndor y esbozando una sonrisa torcida.
 Y el cóndor, dando por respuesta únicamente un bufido de mal humor, extendió sus amplias alas y, dejándose caer de la roca, inició un lento planeo que en unos minutos lo situó a cientos de metros del suelo.

Un buitre pasa por delante del Volcán Licancabur y la Laguna ¿Verde?
Lo cierto era que nuestro orgulloso cóndor llevaba una racha un poco mala, sin apenas probar bocado, y un par de ciclistas en un lugar tan desolado quizá merecieran ser vigilados de cerca, por lo que pudiera pasar; una mala caída, un fallo en el cálculo de las provisiones, la picadura de algún escorpión,... y él tendría algo que echarse al buche. Cierto que los ciclistas, por lo general, no eran uno de los bocados más apetecibles; mucho hueso y una carne escasa y tiesa, además de maloliente (y que esto lo diga un cóndor...), pero menos es nada! Así que, sin pensárselo demasiado, puso manos (o alas) a la obra en el rastreo de los dos ciclistas. Sabía que le llevaban unos días de ventaja, pero no sabía qué camino habrían tomado. Seguramente, pensó, han tomado la ruta de las Lagunas de Colores hacia Uyuni, pues es la más pintoresca. Tardarán al menos una semana en llegar, así que no deben andar muy lejos.
Su negra silueta planeaba ya a gran altura, sobrepasando las cimas nevadas de numerosos volcanes; Licancabur, Sairecabur, Putana,... imponentes moles de roca que se erguían hasta casi seis mil metros de altura, algunas coronadas por humeantes fumarolas. A su izquierda, hacia el este, la cordillera descendía abruptamente hasta encontrarse con el árido desierto de Atacama, mientras que a su derecha las cumbres se sucedían hasta donde alcanzaba la vista. Su sombra, un poco retrasada respecto a él, hacia el sur, subía y bajaba brúscamente siguiendo las irregularidades del terreno, lo mismo rompiéndose contra afiladas rocas y perdiéndose entre grandes grietas, que mostrándose uniforme contra la arena. Ni un sólo árbol o arbusto se encontraba en su camino: todo eran rocas, arena, piedra, tierra.

Arnau y la montaña.

Al cabo de un rato divisó la mancha blanquecina del Salar de Chalviri, una enorme laguna de aguas lechosas y orillas blanqueadas por la sal, y pensó que podría encontrar alguien a quien preguntar por los dos ciclistas. En uno de los costados del salar, junto a uno de los numerosos afloramientos de aguas termales, observó un grupo de gaviotas andinas, chapoteando ruidosamente en las cálidas aguas. No es que le cayeran muy bien estas gaviotas, eran ruidosas y alocadas y hablaban todas a la vez, pero bueno, algo le dirían. Inclinándose rápidamente hacia la derecha inició un brusco planeo, casi un picado, hacia ellas. Como había supuesto, el recibimiento fue caótico, con decenas de aves graznando y chillando sin orden a su alrededor, tratando de hacerse oir las unas por encima de las otras, por lo que duró bien poco entre ellas. Apenas averiguó lo que necesitaba, levantó el vuelo con su poderoso batir de alas y se alejó de aquel gallinero.

Orillas de la Laguna Chalviri

Por lo que pudo sacar en claro, sus dos ciclistas habían pasado por ahí hacía un par de días. Llegaron hacia el mediodía, se bañaron en las calientes y sulfurosas aguas hasta la puesta del sol, y pasaron la noche en el suelo de un cercano restaurante para turistas. Pronto por la mañana, antes de que los primeros grupos de turistas llegaran, y antes casi de que saliera el sol, habían levantado el vuelo, según las palabras de las gaviotas, en dirección norte. Bueno, al menos sabía qué rumbo llevaban y qué ventaja le llevaban; sólo quedaba esperar el afortunado accidente que le proporcionara su alimento.
Sobrevolaba ahora un amplio valle, donde las altas dunas sucedían a los extensos canchales y roquedos. Un paisaje que algunos consideraban un páramo yerto, un desierto carente de vida, aunque a él le maravillaba. La sobria desnudez de la tierra, sin vegetación que la enmascarara, con sus infinitos matices de ocres, amarillos, naranjas, granates, grises,... y sobre la roca tan sólo el cielo, con su azul impecable, sereno. Su sombra pasaba entonces sobre una manada de vicuñas, que detuvo su ramoneo para dirigir una mirada de odio y temor a la detestable ave que les sobrevolaba. "Rencorosas" pensó nuestro cóndor, " quizá pequé de impaciencia, pero aquella vieja vicuña ya estaba con un pie en el otro barrio..." y prosiguió su planeo sin prestarles más atención.

Más montañas y, pequeñitas pequeñitas, unas vicuñas.

Divisaba también infinidad de líneas paralelas que surcaban las dunas y los canchales en todas direcciones, algunas viejas heridas, otras recientes, que los todoterrenos de los tour turísticos dejaban en su amado reino. Detestaba aquellos ruidosos cacharros que se metían por todas partes, con sus sofocantes estelas de polvo, visibles a kilómetros, y su insoportable tripulación de cabezas de chorlito a la caza de una experiencia,... qué mierda de experiencia?! Qué se puede experimentar desde la ventanilla de un todoterreno?! Le entraron ganas de comerse a todos esos turistas. Aunque seguro son indigestos hasta muertos.
El sol caía ya y nuestro cóndor pensó que no le quedaba mucho tiempo de vuelo; debería continuar con su búsqueda mañana,... otra mierda de noche con el hambre aguijoneándole el estómago. Si al menos llegaba a la Laguna Colorada podría preguntar a los flamencos si sabían algo, así que aleteando pesadamente trató de acelerar su vuelo. No tardó en observar las aguas rojas, teñidas por millones de microorganismos, de dicha laguna. El sol del atardecer acentuaba su coloración, y pensó que tendría que soportar la insufrible vanidad de esas engreídas aves: los crespúsculos las enloquecían, pues su plumaje rosa parecía llamear sobre las aguas incandescentes. Aquella tarde no pudo sacar nada en claro, pues los flamencos, como narcisos emplumados, estaban demasiado ocupados admirando su reflejo sobre las aguas, y una vez anocheció todos se fueron a dormir. Esa noche hizo un frío del carajo; un pequeño termómetro que nuestro precavido cóndor siempre llevaba encima marcó la friolera de 17`6  grados centígrados bajo cero,... para helarse el moco! Pensó, y hasta sintió temor por nuestros ciclistas; no le gustaba la carne congelada.

... y tras la fría noche llega el ansiado amanecer.

A la mañana siguiente, después del amanecer, los flamencos se encontraban en pleno paroxismo narcisista:
   - Ooooh,... y viste qué reflejo me hacía el sol en las cobertoras primarias? Si parecía que me estuviera guiñando un ojo!!! - le decía un flamenco a otro.
   - Uy, si, pero no ha sido nada con los destellos rubí que lanzaban mis caudales - respondía el otro, y así conversaban sin atenderse demasiado unos a los otros.
   - Buenos días flamencos- dijo nuestro sobrio cóndor, y sus palabras hicieron que todos los flamencos se volvieran hacia él, sorprendidos.
  - Andaaa, mira este,... es que vas a algún entierro? - y todos los flamencos prorrumpieron en una escandalosa carcajada, mientra nuestro hambriento cóndor pensaba que ya nadie respetaba al Rey de los Andes. Una vez todos callaron continuó, resignado.
   - ¿Habéis visto pasar a un par de ciclistas por aquí?
   - ¿Ciclistas? - y los flamencos se miraron entre si extrañados.- ¿Tanta hambre tienes? - preguntaron casi al unísono, mirándolo con fijeza. "¿Tanto se me nota?!" pensó alarmado el cóndor, y su cabeza adquirió un tono rojo más vivo todavía.
    - Bueno pero,... ¿los habéis visto o no? - repitió irritado.
   - Unos ciclistas,... si, creo que si,... ayer por la mañana pararon un par, creo, a sacarme unas fotos. Normal, porque con la luz del amanecer estaba de postal.
   - Una foto, a tí? - objetó otro flamenco - pero si el objetivo me apuntaba a mí!! - y se enzarzaron en una estéril discusión en la que cada uno ensalzaba su color y su plumaje, y de la que nuestro humillado cóndor decidió escapar cuanto antes. Así que, de nuevo, batiendo energicamente sus alas, remontó el vuelo y se alejó de ese gallinero.
Así que le llevaban tan sólo un día, reflexionaba en su planeo. Pero, ¿y si no les pasaba nada? ¿Y si habían calculado sus provisiones adecuadamente, y llevaban agua suficiente? ¿Y si miraban dentro de su calzado cada mañana? Sin embargo, sin que nuestro emplumado protagonista lo supiera, nuestros ciclistas estaban sufriendo una situación de un dramatismo que rozaba la tragedia. No se trataba del agua, ni del alimento, ni siquiera de las gélidas noches o de la fatiga, unida al mal de altura; no, se trataba, sencilla y fatalmente, de que al más alto y flaco se le había acabado el tabaco. Angustia, dolor, pena, más sufrimiento que en una tragedia griega. Pero, en fin, en poco o nada afecta eso a las espectativas alimenticias de nuestro cóndor, por lo que dejaremos el asunto de lado, y nos centraremos en la persecución, próxima a su fin.
El cóndor sobrevolaba entonces una zona conocida como el Bosque de Piedra, donde enormes rocas  emergían de la arena y retaban a la gravedad con sus caprichosas formas. De nuevo, las incontables y omnipresentes huellas de los autos, aunque esta vez pudo distinguir entre toda la maraña de surcos las finas y apenas perceptibles rodadas de dos bicicletas, lo que le hizo sonreir de satisfacción. Debían estar muy cerca para que sus huellas no hubieran sido borradas todavía.

El árbol de piedra.

Siguiendo adelante pudo ver, una detrás de otra, casi pegadas, las lagunas de Ramaditas, Honda, Chiar-Kota y finalmente la Laguna Hedionda. Atardecía ya y todavía no había visto a los ciclistas, aunque supuso que no debían andar muy lejos. Quizá estuvieran en un pequeño alojamiento que había junto a la Laguna Hedionda, así que dio un par de vueltas sobre él, aunque no vio ni rastro de dos bicicletas. Cuando ya se retiraba a unos roquedos cercanos a dormir, descubrió con sorpresa que a sus pies, junto a la pared, protegidas por unos pequeños muretes de rocas, había un par de tiendas de campaña y, junto a ellas, un par de bicis... por fin, allá los tenía, a sus pies. Ahuecó sus plumas preparándose para hacer frente a otra fría noche, y mientras las sombras se iban apoderando poco a poco de las montañas se dedicó a observar los dos ciclistas, que hormigueaban en torno a su pequeño campamento, como escurridizas vizcachas, yendo y vinieno sin para. Antes de que fuera completamente de noche los tres dormían plácidamente.


Laguna hedionda y un pequeño flamenco

La mañana siguiente amaneció fría y con algunas pocas nubes. Los dos ciclistas tardaron un rato en desayunar y recoger sus pertenencias, y no empezaron a pedalear hasta que el sol estuvo bien alto. Nuestro amigo el cóndor levantó el vuelo y continuó su persecución planeando en círculos sobre sus cabezas, y comprobó con sorpresa que se dirigían hacia el pueblo de Alota, a donde era posible que llegaran ese mismo día, truncándose de este modo las espectativas grastronómicas de nuestra rapaz. Una gran inquietud se apoderó del ave. Además, por si fuera poco, grandes y oscuros cúmulos nubosos se iban formando alrededor de las montañas, amenazando una furiosa tempestad. El cóndor se dio cuenta de que los ciclistas se percataron del peligro, pues apretaron el paso y apenas hacían paradas, a pesar de la dura ruta por la que transitaban, apenas ciclable. Seguramente, pensó, pretenden llegar a la Ruta Internacional Alota antes de que les pille la tormenta... a mí también me será difícil volar en medio de la tormenta. Las nubes eran cada vez más y más compactas, oscuras, de aspecto amenazador. Los dos ciclistas pedaleaban con energías, volviendo de vez en cuando la vista para evaluar la tormenta, y en sus rostros, a pesar de la distancia, el cóndor podía leer la preocupación.

Que viene, que viene...

Finalmente la carretera internacional estuvo a la vista, y los dos ciclistas llegaron a ella justo cuando el frente de la tormenta les alcanzaba. Un fuerte viento empezó a soplar entonces en la misma dirección que llevaban, empujándolos a velocidades superiores a los 65Km/h. La pista por la que circulaban estaba en muy buen estado, aunque el mismo viento que los empujaba levantaba una densa nube de polvo y tierra que les impedía ver más allá de 10 metros: se encontraban en medio de una tormenta de arena, circulando sin apenas ver nada, a más de sesenta kilómetros hora, y lo único que podían hacer era continuar, si no querían ser engullidos totalmente por la tormenta. "Está bien", pensó el cóndor, "mi única oportunidad es que tengan un accidente, y yo mismo no podré seguir mucho tiempo en esta tormenta" y para su satisfacción vio aparecer un camión del centro de la gran nube de polvo, directo hacia uno de los ciclistas, al que parecía no haber visto,... al fin y al cabo, quizá su esfuerzo hubiera merecido la pena Sin embargo, en el último momento tanto el ciclista como el camionero giraron bruscamente, el camión derrapó y casi pierde el control, aunque finalmente nada sucedió; pasaron a unos pocos metros uno del otro, sin tocarse. Las condiciones eran cada vez peores, y finalmente el cóndor decidió retirarse: se daba por vencido, tendría que buscar su sustento en otro lugar.
El cóndor miró a los ciclistas por última vez. "Tienen güevos estos ciclistas" pensó para sí, " venirse a pedalear a un desierto helado, sin alimentos ni agua, sufriendo en las cuestas, con la altura, con el frío, el hambre,... joder si, tienen güevos" y no pudo evitar sentir cierta simpatía por ellos. Al fin y al cabo, no eran más que huesos y pellejo, nada apetecible.

lunes, 28 de marzo de 2011

San Pedro de Atacama, II Región (Antofagasta), Chile

Dos hombres y un destino.
 Starring: Fargo & Formidable Yegua Auminio
Figurantes: Arnau & Aritz
Las dos protagonistas en el Abra del Acay. 
Delante, un par de figurantes chupando cámara... ¡ni se les nota el mal de altura!

Dos sombras furtivas caminaban sigilosamente por el estrecho sendero que recorría el fondo del cañón. Las últimas luces del atardecer teñían de rojo los cáctus en lo alto de las escarpadas paredes, pero el fondo del profundo valle quedaba en una oscura penumbra. A menudo el camino, ya difícil de seguir por la poca luz, desaparecía entre las altas pajas bravas - unas cañas de más de dos metros de altura, de ásperas hojas - haciendo que nuestras dos sombras tropezaran y lanzaran juramentos reprimidos, apenas un susurro. Llevaban linternas, pero no querían encenderlas  porque,... resultaría arriesgado.
-          ¿Crees que falta mucho? - dijo susurrando una de las sombras.
-           No, debe ser ya.  Allá adelante se bifurca el cañón, y un poco más allá debe estar la caseta del  vigía.
-          Habrá que andar con ojo,…
Horas antes habían estado estudiando el terreno desde lo alto del cañón, ocultos entre las rocas de los acantilados. De ese modo habían visto las instalaciones; tres edificios a lo largo del estrecho lecho, en un tramo de unos 60 ó 70m. Sólo una de las edificaciones parecía ocupada, la que quedaba aguas abajo: dos, a lo sumo tres vigilantes, estimaron. Después habían escondido sus monturas en un viejo corral abandonado, un par de kilómetros aguas abajo, donde habían esperado a que empezara a caer la noche. Llegado el momento comenzaron a remontar el curso de agua, y ahora se encontraban a apenas unos cientos de metros de su destino.
-          Espera un poco, voy a ver si es aquí.- dijo una de las sombras, y desapareció entre la maleza en dirección al río. A los pocos segundos volvió, y la otra sombra preguntó impaciente:
-          ¿Y?
-          Nada, todavía nada. Un poco más arriba.
-          ¿Más arriba? ¡La caseta del vigía debe estar ahí mismo!
-          Si,... joder, ¡sólo espero que no tengan perros!
Y siguieron avanzando cautelosamente, cuidando de no tropezar, tanteando la oscuridad.
Habían cabalgado cerca de cinco horas por un difícil camino que se internaba en las montañas, bajo un intenso calor y sin una mísera sombra bajo la que cobijarse… todo eran rocas, polvo y desolación. A menudo habían pensado en volverse, pero rápidamente desechaban esa idea: desde que habían oído hablar de ellas, no se las habían podido sacar de la cabeza, y estaban dispuestos a llegar allá costase lo que costase. Y es que, ¿cuánto tiempo llevaban sin hacerlo? Mejor ni pensarlo... De repente, notaron que bajo sus pies ya no había más rocas, si no un entarimado de madera: caminaban ahora sobre unas pasarelas.
-          ¡Ostia, debe ser ya! Hemos visto estas pasarelas desde arriba,…
-          Si,… espera, voy a ver... - de nuevo una de las sombras se dirigió hacia el río.
Esta vez una pasarela conducía hasta la orilla, y una pequeña presa retenía las aguas formando una poza. Las altas cañas bordeaban esta especie de estanque, recortando sus empenachadas cabezas contra el negro cielo estrellado, y en uno de sus extremos caía una pequeña cascada. La sombra se agachó junto al agua y al tocarla apenas pudo contener un grito de triunfo:
-          ¡Es aquí! - dijo
Entonces las dos sombras se apresuraron a desnudarse, a pesar de la fría noche, y se deslizaron silenciosamente en las cálidas aguas. Era el primer baño de agua caliente que se daban en meses, y disfrutaban de él con una incontenible y casi infantil alegría.
-          Oooh... ¡qué placer! Espero que no aparezca el guarda,… ¿nos habrán oído?
-         No creo, y con el frío que hace ni se imaginarán que alguien puede venir a la noche a colárseles en las termas,… ¡todas para nosotros!
-          ¡Y sin pagar un peso!
Y las dos sombras reían de gozo mientras braceaban en las calientes aguas de las Termas de Puritama, cerca de San Pedro de Atacama, mientras la corriente de agua burbujeante tonificaba sus castigados músculos y se llevaba con ella las fatigas y las penurias padecidas. 
Una vicuña nos vigila atentamente, Paso Sico (foto Arnau)

Desde que el destino los unió en un pequeño pueblo al otro lado de la cordillera, estas dos misteriosas sombras habían cabalgado juntas enfrentándose a la dura y exigente travesía de los Andes. Dejando atrás las exhuberantes yungas, durante doce largas jornadas habían recorrido un despiadado desierto montañoso: sol, viento y polvo a más de 4.000m de altura. Cientos de kilómetros de tortuosos caminos que subían y bajaban eternamente, teniendo que vadear a veces ríos de frías y tumultuosas aguas, desbordados por las recientes lluvias; otras, en cambio, no encontraban agua en varias jornadas. Habían pedaleado bajo la atenta mirada de volcanes que erguían sus nevadas cimas por encima de los 6.000m, cuyas rocosas laderas, sin atisbo de vegetación, mostraban una increíble variedad de colores, en constante cambio según el sol se desplazaba sobre sus cabezas. Habían bordeado salares  de cegadora blancura y lagunas de aguas cristalinas, donde pequeñas bandas de flamencos se alimentaban plácidamente; y entre manadas de vicuñas y zorros solitarios se habían enfrentado a pasos de casi 5.000m de altura, sin que el mal de altura les perdonase. Algunas noches, bajo cielos en los que se prendían millones de estrellas, habían visto cómo el agua se les congelaba en las botellas; otras, sensatamente, buscaron cobijo en puestos fronterizos o campamentos mineros dejados de la mano de Dios. Finalmente un día vieron, allá abajo, a gran distancia, la enorme mancha blanca del salar de Atacama, y comprendieron que por fin habían llegado al otro lado.

Camino del Abra del Acay (foto Arnau)

Y ahora, flotando lánguidamente en las cálidas aguas, con el estrellado cielo austral sobre sus cabezas, todo cobraba sentido.


PD: Bueno, en honor a la verdad debo reconocer que las termas han sido una mera anécdota, un afortunado broche a una travesía que, más que sufrir, hemos disfrutado, ¡¡y mucho!!!

sábado, 5 de marzo de 2011

San Miguel de Tucumán, Argentina

En la estación de ómnibus de San Miguel de Tucumán hay un amplio patio recubierto por un techo de sucio policarbonato. En él convergen cuatro pasillos, y los locales que lo rodean están ocupados por cafeterías, tiendas de juguetes, zapaterías y un banco, ante cuyo cajero automático en todo momento hay una cola interminable. El calor, unido a la humedad, es agobiante. La gente va y viene sin parar, como corresponde a una estación de autobuses, y no son pocos los que, como yo, hacen tiempo tomando algo sentados en una mesa. Ante mí, dentro de un carrito de la compra, tengo mis alforjas, y Aluminio,... bueno, ese es el motivo por el que estoy aquí esperando: Aluminio, mi Formidable Yegua Aluminio, mi querida e inseparable Aluminio, llega a la estación hacia las cinco de la tarde, dentro de seis horas. Si es que llega. Una enorme confabulación orquestada por no sé qué despiadado ijodeputa se las ingenió para que a pesar de mi insistencia en viajar con Aluminio, ésta finalmente lo hiciera en un camión de carga, sin que yo me enterara hasta llegar a Tucumán. Ahora mismo estoy angustiado, mirando continuamente el gran reloj de la estación, cuyas agujas parecen haberse detenido, y mi enfermiza imaginación no para de atormentarme con todo lo malo que le puede ocurrir a Aluminio.
Sobre mi mesa hay un plato con restos de una hamburguesa de la que he dado cuenta, y una cerveza tan tibia que ya no me atrevo a rematar. Además hay un cuaderno, en el que a ratos escribo esto que leéis, y un libro de tapas azules sin título visible. Me aburro, abro el libro y me sumerjo, nunca mejor dicho, en su lectura. Pero al rato lo dejo, porque me va a salir una úlcera. Acompañar al comandante Marko Ramius en su angustiante fuga submarina, con los ejércitos ruso y americano siguiéndole, y los servicios secretos de ambos países al borde de un ataque de nervios, sin comprender por qué un submarino nuclear clase Tifón se dirige silenciosamente a los EE.UU., no es lo que más me conviene en mi, ya de por si, tensa espera.
Así que abro el cuaderno y me dispongo a hacer los deberes, es decir, contaros qué ha sido de mí en este último mes.

Veamos,... ¿por dónde íbamos?
Atrás quedó la Isla de Chiloé, de donde salí tal como entré, bajo una fina lluvia. Una vez en el continente recorrí, en sentido inverso y, por primera vez en mi viaje, acompañado, unos cuantos kilómetros de la carretera austral.  Justo la noche antes de salir de Castro conocí en un bar a un chico francés y una chica mexicana, viajeros sobre sus monturas rodantes, que tomaban el mismo barco que yo, y con los que tuve la ocasión de pedalear y compartir fatigas y muy buenos ratos durante un par de días. Al llegar al paso Futaleufú nuestros caminos tomaban rumbos opuestos; la despedida fue, como casi todas, torpe e incompleta, y sólo unos kilómetros después se apoderó de mí una tremenda pena. Y por si fuera poco, ese mismo día partí la caña de pescar. (Días más tarde compré otra, pero está gafada: todavía no he conseguido pescar nada con ella) 
Nada más cruzar la frontera, el azul, como si hubiera estado agazapado tras la bandera argentina, se apoderó del cielo. Los bosques en esta vertiente ya no son lo que eran, se acabaron aquellas selvas de la vertiente pacífica, y  los árboles aparecían ahora más dispersos, el suelo casi desnudo, y el color de la tierra domina. Volvía a las llanuras, a los amplios horizontes, a la añorada estepa (porque, si, la añoraba)... ¡y volvía a encontrarme con el odioso viento!

 Le quise gastar una broma a Aluminio, pero para mi decepción ni se inmutó.
Esta yegua tiene más güevos que un semental árabe.

El estruendo de una larga fila de carros de compras empujado por un muchacho me saca de mi escritura. Miro el reloj y todavía no son ni las doce y media; el calor, concentrado a través del techo de policarbonato, es cada vez más intenso. Un hombre y lo que parece una niña se sientan en una mesa próxima a la mía: ella lleva un vendaje en la cara, como si fuera la mitad izquierda de una máscara de carnaval, que le da un aspecto siniestro. Va tapada hasta arriba a pesar del calor, y esconde sus manitas dentro de las mangas. Me pregunto qué le habrá ocurrido. La cola ante el cajero sigue igual. ¿Le habrá pasado algo a Aluminio? Juro que los cuelgo a todos, por cuatreros. Decido volver al cuaderno para no hacer mala sangre.
“No pienses en ella”, me digo.

Nueva marcación de rumbo, cero-cero-cero, y la ruta zigzaguea entre la montaña y la estepa, atravesando lugares hermosísimos que, para mi desgracia, fueron declarados parques nacionales, lo que en Argentina es casi sinónimo de parque de atracciones. Rutas atestadas de vehículos, lo que hacía que pedalear fuera un agobio, y luego, por las noches, la complicación de encontrar un lugar tranquilo, salvaje y gratis donde dormir. El Parque Nacional Los Alerces… ¿ein? ¡Todo lo que se ve desde la ruta son cipreses! Eso si, tienen un hermoso alerce de 2.600 años, que se puede visitar pagando una “módica” suma. Por suerte para mí ya había visto suficientes alerces en Chile, y gratis. En Cholila coincidí con la celebración de la Fiesta Anual del Asado Argentino, lo cual es todo un acontecimiento. Cuando yo llegué se celebraba el último día de la fiesta. Las tres carreteras que llegan al pueblo soportaban un intenso tráfico; muchos pick-up, algunos viejos Ford Falcon, y también destartalados y no menos glamurosos R-12. Incluso jinetes (a parte de mí, quiero decir). En el pueblo, los descampados en torno al recinto de la fiesta estaban plagados de tiendas de campaña y familias enteras que se habían instalado allá con todas las comodidades hogareñas, soportando estoicamente el calor del mediodía. La fiesta era lo que suele ser una fiesta en todas partes, con los matices propios de cada pueblo: puestos de milanesas y nachos, artesanos mapuche, talabarteros, vendedores ambulantes de cerveza y papas fritas, un escenario con un cantante muy gaucho, jineteadas,... y, obviamente, el asado: ni más ni menos que un inmenso zikiro-jate al más puro estilo de Zugarramurdi, con lo menos doscientos corderos asándose clavados en estacas en torno a un largo fuego. Y para rematar el toque euskaldún, los hombres, que vestían altas botas de cuero, pantalones de bombacho, y coloridas fajas, coronaban sus gauchas cabezas con… ¡txapelas!

Miro el reloj y son cerca de las dos: todavía tres horas. Llamo al camarero, el típico camarero que lleva toda la vida en el café, a juzgar por la familiaridad con que trata a todos los parroquianos. Su rostro está surcado por mil arrugas y atiende con mirada impasible, aunque diligentemente. Le pido un café sólo, con hielos. Quizá mejor sería una tila, pienso cuando se marcha. La muchacha de la máscara y el hombre que la acompañaba han desaparecido. Un chaval de apenas doce años, con un ojo de iris grisáceo ligeramente hundido, de triste mirada, se acerca a mi mesa y murmura algo que no entiendo, pero el gesto de su mano, tendida hacia mí con la palma hacia arriba, es claro. Le digo que no meneando la cabeza y se va. Aparece el camarero y le pago el café. Mientras le doy unos sorbos Aluminio vuelve a mi cabeza… ¿al menos habrán tenido la delicadeza de ponerle algo de alfalfa en el camión?
“Escribe”, me digo, “no pienses en ella”.

El Bolsón es un pueblo más o menos grande, en medio de un amplio valle que corre de norte a sur. A este y oeste se yerguen montañas que superan los dos mil metros, de aserradas crestas, cuyas laderas están cubiertas de lengas, cipreses de los andes y ñires. En el fondo de valle aparecen los coigües y los maitenes, formando hermosos bosques salpicados de pequeños pastos y algún que otro tejado. El río serpentea orlado por una banda de sauces, y junto a éste está el pueblo. Al otro lado del río hay un pequeño camping. Es en ese camping donde nos encontramos todos; un generoso puñado de gente maja de diversas procedencias, que en apenas dos días nos tratábamos como si nos conociéramos de toda la vida. Allí los días eran tranquilos, lánguidos, y las noches, movidas y largas. Las horas pasaban lentas sentado a la sombra de un gran sauce, con un buen libro entre las manos, el cenicero lleno de colillas y el café ya frío en la taza, sin que en ningún momento se me ocurriera que podía haber algo mejor que hacer. Pero lo había: con el mate corriendo de mano en mano, en seguida se organizaba un asado, o tal vez un pollo al disco, o unas pizzas caseras. En unos instantes se encendía un fuego a la orilla del río, la carne se ponía en el asador y el mate se sustituía por cerveza. Un bañito antes de comer y, después, con el estómago bien lleno, un canuto y una siesta acunado por el murmullo del río y de las hojas mecidas por el viento. Por la noche la cocina era un hervidero de gente, apenas había lugar para moverse y había que hacer cola para utilizar los fuegos. Todos comíamos, bebíamos, hablábamos, reíamos,... y poco a poco las mesas se iban llenando de litronas vacías. Alguien tocaba una guitarra, otro una melódica, no se sabe de dónde salía una flauta travesera, otro esgrimía un carancho... y se sucedían las cuecas chilenas, algún tango, bluses con acento argentino y armónica vasca,… mientras absolutamente todo el mundo participaba de la fiesta. La noche parecía no tener fin, y ojalá no lo tuviera. Haciendo un esfuerzo supremo conseguí salir de aquel camping… ¡a los ocho días de haber llegado!


Unas caderas de contoneo retador, vistas por el rabillo del ojo, me devuelven a la actualidad. Su propietaria va hablando por teléfono y al llegar al centro del patio se detiene, como si la conversación hubiera cambiado su rumbo. Da una vuelta sobre sí misma, para mi deleite, y tras una leve vacilación continúa caminando por el pasillo que lleva a la dársena. Yo la sigo con la mirada hasta que desaparece entre el gentío. Me doy cuenta de que yo también estoy siendo observado: una pareja de policías, con uniforme militar, me analizan de arriba abajo. “Más os valdría detener al desalmado que ha metido a Aluminio en un camión” pienso. Los ignoro y vuelvo a mi cuaderno. Todavía son las tres.
“No pienses en ella”, me digo.

En el Lago Mascardi conocí un tío que, si yo viajo sobre una excelente yegua de impecable presencia, él lo hacía sobre una mula vieja y famélica, de torcidas ancas y estropeado pelaje. Por único abrigo contaba con una manta, en vez de carpa se cubría con un trozo de vinilo negro, y para cocinar sólo llevaba una parrilla para los asados. Un admirable viajero que me demostró, una vez más, que para viajar en bici tan sólo hacen falta un par… de ruedas.
Esa misma noche acampé a la orilla de aquel lago, con la pálida luz de la luna llena filtrándose entre las ramas de los coigües y creando un fantasmagórico juego de luces y sombras. Al día siguiente, para compensar, un anodino albergue en el centro de Bariloche, y yo lamentándome de mi estupidez. Después el Parque Nacional Nahuel-Huapi (la famosa ruta de los siete lagos), puagh, más de lo mismo. Hermosos lugares, si, pero atestados de gente. Siguiendo hacia el norte llegué a San Martín de los Andes, un lugar perfecto para quien entienda que disfrutar de unas vacaciones en la naturaleza es hacer excursiones en todo terreno y descansar luego de las fatigas del día viendo la tele en un cómodo hotel. Y más y más tráfico en la ruta, y yo suspirando por algo de soledad.

Uno de los Siete Lagos, no recuerdo cuál.

Y por fin, dejando atrás Junín de los Andes, me di cuenta de que estaba sólo en la ruta. La carretera discurría por la estepa, con la cercana cordillera recortando su imponente perfil contra el cielo, al oeste. El mapa decía que el pavimento se convertía en ripio algunos kilómetros más adelante, a la altura de un río llamado Aluminé. En el mapa había muchas curvas, por lo que supuse que habría una pronunciada bajada. Y al llegar a ese punto, cual fue mi satisfacción al comprobar que ante mí se abría un abrupto valle, por cuyo fondo corría un río rodeado de abundante vegetación: el contraste con la aridez del entorno era pasmoso. La ruta descendía durante unos diez kilómetros (en los que casi bato el record de velocidad de Aluminio, actualmente en 67Km/h), y luego seguía remontando el río Aluminé por unos sesenta. Una delicia, una especie de jardín del Edén en medio de un páramo yermo, un oasis que demoré en recorrer alrededor de dos días. Pero, la verdad, no era nada con lo que me esperaba un poco más al norte, al adentrarme de nuevo en la cordillera.

Río Aluminé.

Me estoy meando pero, ¿cómo dejar aquí las cosas? Por suerte en la mesa de al lado hay una pareja de guiris bastante jóvenes. Les pregunto si me podrían echar un vistazo a las alforjas “Plis, can iu teik keir of mai bags? Iast uan minit.” Al volver me doy cuenta de que en torno mía, desperdigadas por el suelo, hay ya una considerable cantidad de colillas. “¿Cuánto rato llevo aquí?” El reloj marca las cuatro y media… ¡ya sólo falta media hora! Los policías ya han desaparecido, se habrán aburrido de vigilarme. La cola ante el cajero sigue igual, interminable. Los guiris se van y se despiden de mí. “Agur, bai”. Oh, por fin, en unos minutos tendré por fin a Aluminio conmigo,… o no, aunque en tal caso sabré a qué atenerme, y la sangre correrá.
“Un último esfuerzo, no pienses en ella”

Pehuenes. Como si de un sigiloso indio se tratara, no vi mi primer pehuén hasta que lo tuve casi encima: al doblar una curva levanté la vista del suelo y allá lo vi, cerca de un arroyo, sobre un pequeño promontorio del terreno. En torno a él no había más árboles, y se erguía majestuoso en medio de rocas y matas espinosas, con sus ramas extendiéndose como tentáculos, recubiertas de hojas que asemejan las escamas de algún reptil fantástico… y es que este árbol, conocido también como araucaria, está en la tierra desde el tiempo de los dinosaurios. Desde entonces apenas ha cambiado, según lo demuestra el registro fósil, y su aspecto es realmente prehistórico. Después vi muchos más, algunos solitarios, recortando su silueta aparasolada contra el cielo azul en lo alto de enormes acantilados; otros en grupo, formando bosques primitivos en los que de un momento a otro esperabas ver aparecer un velociráptor. Por la noche, iluminadas por la luz roja y trémula de una pequeña hoguera, sus ramas parecían cientos de amenazadoras serpientes cerniéndose sobre mi cabeza, y el conjunto resultaba estremecedor.

Pedaleando entre pehuenes. Cerca del Lago Moquehue.

En Moquehue, un pequeño pueblo de la montaña, me topé con un tío, una especie de Jack Nicholson en el Resplandor, que cometió la insensatez de invitarme a comer en su casa. Acepté, claro. Conocí a Laura, su mujer, y a sus tres hijos; y Claudio, que así es como se llamaba, conoció la insaciable voracidad de los ciclistas. Y quiso el destino que a la misma mesa nos sentáramos tres amantes de los árboles, y hablando sobre araucarias, alerces, flechas de sílex, pájaros y botas de vino, se  nos fue la sobremesa. A mí se me iba haciendo tarde, pero cuando hice mención de marcharme Claudio y Laura, los muy incautos, me invitaron a quedarme a dormir y continuar el viaje al día siguiente. Para cenar haríamos un asado. Acepté, claro.

Más pehuenes.

Al día siguiente me despedí de Claudio y Laura y de sus tres pequeños, y continué mi camino en plena forma después de haber comido bien, darme una buena ducha y dormir en una estupenda cama. Cerquita de Moquehue se alza el volcán Batea Mahuida, un pequeño volcán inactivo de unos 1.900 metros, hasta cuyo cráter, ocupado por una laguna, asciende una carretera. Lancé a Aluminio una retadora mirada, y le aposté a que no era capaz de ascender los 9Km de duras rampas hasta la laguna, llevándonos a todo el equipaje y a mí encima. Esa es la razón, y no otra, de que hubiera subido hasta arriba con todo el equipaje, habiendo podido dejarlo en la portería de entrada, por donde debía pasar de nuevo al bajar. Y subió, vaya si subió. Con un par… de ruedas.
Finalmente hice una larga etapa en descenso hacia Las Lajas, un tranquilo pueblo en la estepa, desde donde tomé un bus hasta Neuquén, y luego otro hasta Mendoza, y de allá otro hasta San Miguel de Tucumán, donde ahora me encuentro. En total más de treinta horas en bus en apenas dos días, agotador, más que andar en bici diría yo.
Mirada atrás para decir "hasta luego" a los Andes

Un “hello” con acento francés me hace levantar la vista del cuaderno. Un tío barbudo, de mi edad más o menos, me sonríe y me pregunta si viajo en bici, mientras con un gesto me señala una mesa que hay al fondo. Junto a ella, en dos carritos de la compra, hay varias alforjas y un par de bicis desmontadas. Le contesto que si, y le explico que estoy esperando que llegue mi bici, que una mente despiadada ha separado de mí mediante un maquiavélico plan. “¿Una verde, con horquilla negra, con las vainas dobladas?” me pregunta. ¡Coño, mi bici! ¡Si son las cinco y media! Me dice que la ha visto en la oficina de encomiendas, así que allá voy pitando.
¡Por fin, Formidable Yegua Aluminio!