lunes, 28 de marzo de 2011

San Pedro de Atacama, II Región (Antofagasta), Chile

Dos hombres y un destino.
 Starring: Fargo & Formidable Yegua Auminio
Figurantes: Arnau & Aritz
Las dos protagonistas en el Abra del Acay. 
Delante, un par de figurantes chupando cámara... ¡ni se les nota el mal de altura!

Dos sombras furtivas caminaban sigilosamente por el estrecho sendero que recorría el fondo del cañón. Las últimas luces del atardecer teñían de rojo los cáctus en lo alto de las escarpadas paredes, pero el fondo del profundo valle quedaba en una oscura penumbra. A menudo el camino, ya difícil de seguir por la poca luz, desaparecía entre las altas pajas bravas - unas cañas de más de dos metros de altura, de ásperas hojas - haciendo que nuestras dos sombras tropezaran y lanzaran juramentos reprimidos, apenas un susurro. Llevaban linternas, pero no querían encenderlas  porque,... resultaría arriesgado.
-          ¿Crees que falta mucho? - dijo susurrando una de las sombras.
-           No, debe ser ya.  Allá adelante se bifurca el cañón, y un poco más allá debe estar la caseta del  vigía.
-          Habrá que andar con ojo,…
Horas antes habían estado estudiando el terreno desde lo alto del cañón, ocultos entre las rocas de los acantilados. De ese modo habían visto las instalaciones; tres edificios a lo largo del estrecho lecho, en un tramo de unos 60 ó 70m. Sólo una de las edificaciones parecía ocupada, la que quedaba aguas abajo: dos, a lo sumo tres vigilantes, estimaron. Después habían escondido sus monturas en un viejo corral abandonado, un par de kilómetros aguas abajo, donde habían esperado a que empezara a caer la noche. Llegado el momento comenzaron a remontar el curso de agua, y ahora se encontraban a apenas unos cientos de metros de su destino.
-          Espera un poco, voy a ver si es aquí.- dijo una de las sombras, y desapareció entre la maleza en dirección al río. A los pocos segundos volvió, y la otra sombra preguntó impaciente:
-          ¿Y?
-          Nada, todavía nada. Un poco más arriba.
-          ¿Más arriba? ¡La caseta del vigía debe estar ahí mismo!
-          Si,... joder, ¡sólo espero que no tengan perros!
Y siguieron avanzando cautelosamente, cuidando de no tropezar, tanteando la oscuridad.
Habían cabalgado cerca de cinco horas por un difícil camino que se internaba en las montañas, bajo un intenso calor y sin una mísera sombra bajo la que cobijarse… todo eran rocas, polvo y desolación. A menudo habían pensado en volverse, pero rápidamente desechaban esa idea: desde que habían oído hablar de ellas, no se las habían podido sacar de la cabeza, y estaban dispuestos a llegar allá costase lo que costase. Y es que, ¿cuánto tiempo llevaban sin hacerlo? Mejor ni pensarlo... De repente, notaron que bajo sus pies ya no había más rocas, si no un entarimado de madera: caminaban ahora sobre unas pasarelas.
-          ¡Ostia, debe ser ya! Hemos visto estas pasarelas desde arriba,…
-          Si,… espera, voy a ver... - de nuevo una de las sombras se dirigió hacia el río.
Esta vez una pasarela conducía hasta la orilla, y una pequeña presa retenía las aguas formando una poza. Las altas cañas bordeaban esta especie de estanque, recortando sus empenachadas cabezas contra el negro cielo estrellado, y en uno de sus extremos caía una pequeña cascada. La sombra se agachó junto al agua y al tocarla apenas pudo contener un grito de triunfo:
-          ¡Es aquí! - dijo
Entonces las dos sombras se apresuraron a desnudarse, a pesar de la fría noche, y se deslizaron silenciosamente en las cálidas aguas. Era el primer baño de agua caliente que se daban en meses, y disfrutaban de él con una incontenible y casi infantil alegría.
-          Oooh... ¡qué placer! Espero que no aparezca el guarda,… ¿nos habrán oído?
-         No creo, y con el frío que hace ni se imaginarán que alguien puede venir a la noche a colárseles en las termas,… ¡todas para nosotros!
-          ¡Y sin pagar un peso!
Y las dos sombras reían de gozo mientras braceaban en las calientes aguas de las Termas de Puritama, cerca de San Pedro de Atacama, mientras la corriente de agua burbujeante tonificaba sus castigados músculos y se llevaba con ella las fatigas y las penurias padecidas. 
Una vicuña nos vigila atentamente, Paso Sico (foto Arnau)

Desde que el destino los unió en un pequeño pueblo al otro lado de la cordillera, estas dos misteriosas sombras habían cabalgado juntas enfrentándose a la dura y exigente travesía de los Andes. Dejando atrás las exhuberantes yungas, durante doce largas jornadas habían recorrido un despiadado desierto montañoso: sol, viento y polvo a más de 4.000m de altura. Cientos de kilómetros de tortuosos caminos que subían y bajaban eternamente, teniendo que vadear a veces ríos de frías y tumultuosas aguas, desbordados por las recientes lluvias; otras, en cambio, no encontraban agua en varias jornadas. Habían pedaleado bajo la atenta mirada de volcanes que erguían sus nevadas cimas por encima de los 6.000m, cuyas rocosas laderas, sin atisbo de vegetación, mostraban una increíble variedad de colores, en constante cambio según el sol se desplazaba sobre sus cabezas. Habían bordeado salares  de cegadora blancura y lagunas de aguas cristalinas, donde pequeñas bandas de flamencos se alimentaban plácidamente; y entre manadas de vicuñas y zorros solitarios se habían enfrentado a pasos de casi 5.000m de altura, sin que el mal de altura les perdonase. Algunas noches, bajo cielos en los que se prendían millones de estrellas, habían visto cómo el agua se les congelaba en las botellas; otras, sensatamente, buscaron cobijo en puestos fronterizos o campamentos mineros dejados de la mano de Dios. Finalmente un día vieron, allá abajo, a gran distancia, la enorme mancha blanca del salar de Atacama, y comprendieron que por fin habían llegado al otro lado.

Camino del Abra del Acay (foto Arnau)

Y ahora, flotando lánguidamente en las cálidas aguas, con el estrellado cielo austral sobre sus cabezas, todo cobraba sentido.


PD: Bueno, en honor a la verdad debo reconocer que las termas han sido una mera anécdota, un afortunado broche a una travesía que, más que sufrir, hemos disfrutado, ¡¡y mucho!!!

sábado, 5 de marzo de 2011

San Miguel de Tucumán, Argentina

En la estación de ómnibus de San Miguel de Tucumán hay un amplio patio recubierto por un techo de sucio policarbonato. En él convergen cuatro pasillos, y los locales que lo rodean están ocupados por cafeterías, tiendas de juguetes, zapaterías y un banco, ante cuyo cajero automático en todo momento hay una cola interminable. El calor, unido a la humedad, es agobiante. La gente va y viene sin parar, como corresponde a una estación de autobuses, y no son pocos los que, como yo, hacen tiempo tomando algo sentados en una mesa. Ante mí, dentro de un carrito de la compra, tengo mis alforjas, y Aluminio,... bueno, ese es el motivo por el que estoy aquí esperando: Aluminio, mi Formidable Yegua Aluminio, mi querida e inseparable Aluminio, llega a la estación hacia las cinco de la tarde, dentro de seis horas. Si es que llega. Una enorme confabulación orquestada por no sé qué despiadado ijodeputa se las ingenió para que a pesar de mi insistencia en viajar con Aluminio, ésta finalmente lo hiciera en un camión de carga, sin que yo me enterara hasta llegar a Tucumán. Ahora mismo estoy angustiado, mirando continuamente el gran reloj de la estación, cuyas agujas parecen haberse detenido, y mi enfermiza imaginación no para de atormentarme con todo lo malo que le puede ocurrir a Aluminio.
Sobre mi mesa hay un plato con restos de una hamburguesa de la que he dado cuenta, y una cerveza tan tibia que ya no me atrevo a rematar. Además hay un cuaderno, en el que a ratos escribo esto que leéis, y un libro de tapas azules sin título visible. Me aburro, abro el libro y me sumerjo, nunca mejor dicho, en su lectura. Pero al rato lo dejo, porque me va a salir una úlcera. Acompañar al comandante Marko Ramius en su angustiante fuga submarina, con los ejércitos ruso y americano siguiéndole, y los servicios secretos de ambos países al borde de un ataque de nervios, sin comprender por qué un submarino nuclear clase Tifón se dirige silenciosamente a los EE.UU., no es lo que más me conviene en mi, ya de por si, tensa espera.
Así que abro el cuaderno y me dispongo a hacer los deberes, es decir, contaros qué ha sido de mí en este último mes.

Veamos,... ¿por dónde íbamos?
Atrás quedó la Isla de Chiloé, de donde salí tal como entré, bajo una fina lluvia. Una vez en el continente recorrí, en sentido inverso y, por primera vez en mi viaje, acompañado, unos cuantos kilómetros de la carretera austral.  Justo la noche antes de salir de Castro conocí en un bar a un chico francés y una chica mexicana, viajeros sobre sus monturas rodantes, que tomaban el mismo barco que yo, y con los que tuve la ocasión de pedalear y compartir fatigas y muy buenos ratos durante un par de días. Al llegar al paso Futaleufú nuestros caminos tomaban rumbos opuestos; la despedida fue, como casi todas, torpe e incompleta, y sólo unos kilómetros después se apoderó de mí una tremenda pena. Y por si fuera poco, ese mismo día partí la caña de pescar. (Días más tarde compré otra, pero está gafada: todavía no he conseguido pescar nada con ella) 
Nada más cruzar la frontera, el azul, como si hubiera estado agazapado tras la bandera argentina, se apoderó del cielo. Los bosques en esta vertiente ya no son lo que eran, se acabaron aquellas selvas de la vertiente pacífica, y  los árboles aparecían ahora más dispersos, el suelo casi desnudo, y el color de la tierra domina. Volvía a las llanuras, a los amplios horizontes, a la añorada estepa (porque, si, la añoraba)... ¡y volvía a encontrarme con el odioso viento!

 Le quise gastar una broma a Aluminio, pero para mi decepción ni se inmutó.
Esta yegua tiene más güevos que un semental árabe.

El estruendo de una larga fila de carros de compras empujado por un muchacho me saca de mi escritura. Miro el reloj y todavía no son ni las doce y media; el calor, concentrado a través del techo de policarbonato, es cada vez más intenso. Un hombre y lo que parece una niña se sientan en una mesa próxima a la mía: ella lleva un vendaje en la cara, como si fuera la mitad izquierda de una máscara de carnaval, que le da un aspecto siniestro. Va tapada hasta arriba a pesar del calor, y esconde sus manitas dentro de las mangas. Me pregunto qué le habrá ocurrido. La cola ante el cajero sigue igual. ¿Le habrá pasado algo a Aluminio? Juro que los cuelgo a todos, por cuatreros. Decido volver al cuaderno para no hacer mala sangre.
“No pienses en ella”, me digo.

Nueva marcación de rumbo, cero-cero-cero, y la ruta zigzaguea entre la montaña y la estepa, atravesando lugares hermosísimos que, para mi desgracia, fueron declarados parques nacionales, lo que en Argentina es casi sinónimo de parque de atracciones. Rutas atestadas de vehículos, lo que hacía que pedalear fuera un agobio, y luego, por las noches, la complicación de encontrar un lugar tranquilo, salvaje y gratis donde dormir. El Parque Nacional Los Alerces… ¿ein? ¡Todo lo que se ve desde la ruta son cipreses! Eso si, tienen un hermoso alerce de 2.600 años, que se puede visitar pagando una “módica” suma. Por suerte para mí ya había visto suficientes alerces en Chile, y gratis. En Cholila coincidí con la celebración de la Fiesta Anual del Asado Argentino, lo cual es todo un acontecimiento. Cuando yo llegué se celebraba el último día de la fiesta. Las tres carreteras que llegan al pueblo soportaban un intenso tráfico; muchos pick-up, algunos viejos Ford Falcon, y también destartalados y no menos glamurosos R-12. Incluso jinetes (a parte de mí, quiero decir). En el pueblo, los descampados en torno al recinto de la fiesta estaban plagados de tiendas de campaña y familias enteras que se habían instalado allá con todas las comodidades hogareñas, soportando estoicamente el calor del mediodía. La fiesta era lo que suele ser una fiesta en todas partes, con los matices propios de cada pueblo: puestos de milanesas y nachos, artesanos mapuche, talabarteros, vendedores ambulantes de cerveza y papas fritas, un escenario con un cantante muy gaucho, jineteadas,... y, obviamente, el asado: ni más ni menos que un inmenso zikiro-jate al más puro estilo de Zugarramurdi, con lo menos doscientos corderos asándose clavados en estacas en torno a un largo fuego. Y para rematar el toque euskaldún, los hombres, que vestían altas botas de cuero, pantalones de bombacho, y coloridas fajas, coronaban sus gauchas cabezas con… ¡txapelas!

Miro el reloj y son cerca de las dos: todavía tres horas. Llamo al camarero, el típico camarero que lleva toda la vida en el café, a juzgar por la familiaridad con que trata a todos los parroquianos. Su rostro está surcado por mil arrugas y atiende con mirada impasible, aunque diligentemente. Le pido un café sólo, con hielos. Quizá mejor sería una tila, pienso cuando se marcha. La muchacha de la máscara y el hombre que la acompañaba han desaparecido. Un chaval de apenas doce años, con un ojo de iris grisáceo ligeramente hundido, de triste mirada, se acerca a mi mesa y murmura algo que no entiendo, pero el gesto de su mano, tendida hacia mí con la palma hacia arriba, es claro. Le digo que no meneando la cabeza y se va. Aparece el camarero y le pago el café. Mientras le doy unos sorbos Aluminio vuelve a mi cabeza… ¿al menos habrán tenido la delicadeza de ponerle algo de alfalfa en el camión?
“Escribe”, me digo, “no pienses en ella”.

El Bolsón es un pueblo más o menos grande, en medio de un amplio valle que corre de norte a sur. A este y oeste se yerguen montañas que superan los dos mil metros, de aserradas crestas, cuyas laderas están cubiertas de lengas, cipreses de los andes y ñires. En el fondo de valle aparecen los coigües y los maitenes, formando hermosos bosques salpicados de pequeños pastos y algún que otro tejado. El río serpentea orlado por una banda de sauces, y junto a éste está el pueblo. Al otro lado del río hay un pequeño camping. Es en ese camping donde nos encontramos todos; un generoso puñado de gente maja de diversas procedencias, que en apenas dos días nos tratábamos como si nos conociéramos de toda la vida. Allí los días eran tranquilos, lánguidos, y las noches, movidas y largas. Las horas pasaban lentas sentado a la sombra de un gran sauce, con un buen libro entre las manos, el cenicero lleno de colillas y el café ya frío en la taza, sin que en ningún momento se me ocurriera que podía haber algo mejor que hacer. Pero lo había: con el mate corriendo de mano en mano, en seguida se organizaba un asado, o tal vez un pollo al disco, o unas pizzas caseras. En unos instantes se encendía un fuego a la orilla del río, la carne se ponía en el asador y el mate se sustituía por cerveza. Un bañito antes de comer y, después, con el estómago bien lleno, un canuto y una siesta acunado por el murmullo del río y de las hojas mecidas por el viento. Por la noche la cocina era un hervidero de gente, apenas había lugar para moverse y había que hacer cola para utilizar los fuegos. Todos comíamos, bebíamos, hablábamos, reíamos,... y poco a poco las mesas se iban llenando de litronas vacías. Alguien tocaba una guitarra, otro una melódica, no se sabe de dónde salía una flauta travesera, otro esgrimía un carancho... y se sucedían las cuecas chilenas, algún tango, bluses con acento argentino y armónica vasca,… mientras absolutamente todo el mundo participaba de la fiesta. La noche parecía no tener fin, y ojalá no lo tuviera. Haciendo un esfuerzo supremo conseguí salir de aquel camping… ¡a los ocho días de haber llegado!


Unas caderas de contoneo retador, vistas por el rabillo del ojo, me devuelven a la actualidad. Su propietaria va hablando por teléfono y al llegar al centro del patio se detiene, como si la conversación hubiera cambiado su rumbo. Da una vuelta sobre sí misma, para mi deleite, y tras una leve vacilación continúa caminando por el pasillo que lleva a la dársena. Yo la sigo con la mirada hasta que desaparece entre el gentío. Me doy cuenta de que yo también estoy siendo observado: una pareja de policías, con uniforme militar, me analizan de arriba abajo. “Más os valdría detener al desalmado que ha metido a Aluminio en un camión” pienso. Los ignoro y vuelvo a mi cuaderno. Todavía son las tres.
“No pienses en ella”, me digo.

En el Lago Mascardi conocí un tío que, si yo viajo sobre una excelente yegua de impecable presencia, él lo hacía sobre una mula vieja y famélica, de torcidas ancas y estropeado pelaje. Por único abrigo contaba con una manta, en vez de carpa se cubría con un trozo de vinilo negro, y para cocinar sólo llevaba una parrilla para los asados. Un admirable viajero que me demostró, una vez más, que para viajar en bici tan sólo hacen falta un par… de ruedas.
Esa misma noche acampé a la orilla de aquel lago, con la pálida luz de la luna llena filtrándose entre las ramas de los coigües y creando un fantasmagórico juego de luces y sombras. Al día siguiente, para compensar, un anodino albergue en el centro de Bariloche, y yo lamentándome de mi estupidez. Después el Parque Nacional Nahuel-Huapi (la famosa ruta de los siete lagos), puagh, más de lo mismo. Hermosos lugares, si, pero atestados de gente. Siguiendo hacia el norte llegué a San Martín de los Andes, un lugar perfecto para quien entienda que disfrutar de unas vacaciones en la naturaleza es hacer excursiones en todo terreno y descansar luego de las fatigas del día viendo la tele en un cómodo hotel. Y más y más tráfico en la ruta, y yo suspirando por algo de soledad.

Uno de los Siete Lagos, no recuerdo cuál.

Y por fin, dejando atrás Junín de los Andes, me di cuenta de que estaba sólo en la ruta. La carretera discurría por la estepa, con la cercana cordillera recortando su imponente perfil contra el cielo, al oeste. El mapa decía que el pavimento se convertía en ripio algunos kilómetros más adelante, a la altura de un río llamado Aluminé. En el mapa había muchas curvas, por lo que supuse que habría una pronunciada bajada. Y al llegar a ese punto, cual fue mi satisfacción al comprobar que ante mí se abría un abrupto valle, por cuyo fondo corría un río rodeado de abundante vegetación: el contraste con la aridez del entorno era pasmoso. La ruta descendía durante unos diez kilómetros (en los que casi bato el record de velocidad de Aluminio, actualmente en 67Km/h), y luego seguía remontando el río Aluminé por unos sesenta. Una delicia, una especie de jardín del Edén en medio de un páramo yermo, un oasis que demoré en recorrer alrededor de dos días. Pero, la verdad, no era nada con lo que me esperaba un poco más al norte, al adentrarme de nuevo en la cordillera.

Río Aluminé.

Me estoy meando pero, ¿cómo dejar aquí las cosas? Por suerte en la mesa de al lado hay una pareja de guiris bastante jóvenes. Les pregunto si me podrían echar un vistazo a las alforjas “Plis, can iu teik keir of mai bags? Iast uan minit.” Al volver me doy cuenta de que en torno mía, desperdigadas por el suelo, hay ya una considerable cantidad de colillas. “¿Cuánto rato llevo aquí?” El reloj marca las cuatro y media… ¡ya sólo falta media hora! Los policías ya han desaparecido, se habrán aburrido de vigilarme. La cola ante el cajero sigue igual, interminable. Los guiris se van y se despiden de mí. “Agur, bai”. Oh, por fin, en unos minutos tendré por fin a Aluminio conmigo,… o no, aunque en tal caso sabré a qué atenerme, y la sangre correrá.
“Un último esfuerzo, no pienses en ella”

Pehuenes. Como si de un sigiloso indio se tratara, no vi mi primer pehuén hasta que lo tuve casi encima: al doblar una curva levanté la vista del suelo y allá lo vi, cerca de un arroyo, sobre un pequeño promontorio del terreno. En torno a él no había más árboles, y se erguía majestuoso en medio de rocas y matas espinosas, con sus ramas extendiéndose como tentáculos, recubiertas de hojas que asemejan las escamas de algún reptil fantástico… y es que este árbol, conocido también como araucaria, está en la tierra desde el tiempo de los dinosaurios. Desde entonces apenas ha cambiado, según lo demuestra el registro fósil, y su aspecto es realmente prehistórico. Después vi muchos más, algunos solitarios, recortando su silueta aparasolada contra el cielo azul en lo alto de enormes acantilados; otros en grupo, formando bosques primitivos en los que de un momento a otro esperabas ver aparecer un velociráptor. Por la noche, iluminadas por la luz roja y trémula de una pequeña hoguera, sus ramas parecían cientos de amenazadoras serpientes cerniéndose sobre mi cabeza, y el conjunto resultaba estremecedor.

Pedaleando entre pehuenes. Cerca del Lago Moquehue.

En Moquehue, un pequeño pueblo de la montaña, me topé con un tío, una especie de Jack Nicholson en el Resplandor, que cometió la insensatez de invitarme a comer en su casa. Acepté, claro. Conocí a Laura, su mujer, y a sus tres hijos; y Claudio, que así es como se llamaba, conoció la insaciable voracidad de los ciclistas. Y quiso el destino que a la misma mesa nos sentáramos tres amantes de los árboles, y hablando sobre araucarias, alerces, flechas de sílex, pájaros y botas de vino, se  nos fue la sobremesa. A mí se me iba haciendo tarde, pero cuando hice mención de marcharme Claudio y Laura, los muy incautos, me invitaron a quedarme a dormir y continuar el viaje al día siguiente. Para cenar haríamos un asado. Acepté, claro.

Más pehuenes.

Al día siguiente me despedí de Claudio y Laura y de sus tres pequeños, y continué mi camino en plena forma después de haber comido bien, darme una buena ducha y dormir en una estupenda cama. Cerquita de Moquehue se alza el volcán Batea Mahuida, un pequeño volcán inactivo de unos 1.900 metros, hasta cuyo cráter, ocupado por una laguna, asciende una carretera. Lancé a Aluminio una retadora mirada, y le aposté a que no era capaz de ascender los 9Km de duras rampas hasta la laguna, llevándonos a todo el equipaje y a mí encima. Esa es la razón, y no otra, de que hubiera subido hasta arriba con todo el equipaje, habiendo podido dejarlo en la portería de entrada, por donde debía pasar de nuevo al bajar. Y subió, vaya si subió. Con un par… de ruedas.
Finalmente hice una larga etapa en descenso hacia Las Lajas, un tranquilo pueblo en la estepa, desde donde tomé un bus hasta Neuquén, y luego otro hasta Mendoza, y de allá otro hasta San Miguel de Tucumán, donde ahora me encuentro. En total más de treinta horas en bus en apenas dos días, agotador, más que andar en bici diría yo.
Mirada atrás para decir "hasta luego" a los Andes

Un “hello” con acento francés me hace levantar la vista del cuaderno. Un tío barbudo, de mi edad más o menos, me sonríe y me pregunta si viajo en bici, mientras con un gesto me señala una mesa que hay al fondo. Junto a ella, en dos carritos de la compra, hay varias alforjas y un par de bicis desmontadas. Le contesto que si, y le explico que estoy esperando que llegue mi bici, que una mente despiadada ha separado de mí mediante un maquiavélico plan. “¿Una verde, con horquilla negra, con las vainas dobladas?” me pregunta. ¡Coño, mi bici! ¡Si son las cinco y media! Me dice que la ha visto en la oficina de encomiendas, así que allá voy pitando.
¡Por fin, Formidable Yegua Aluminio!