domingo, 28 de noviembre de 2010

Puerto Natales, orillas del Seno Última Esperanza. Chile.

Bueno bueno, aquí estoy, en Puerto Natales, a las puertas del Parque Nacional Torres del Paine, avituallándome y aprovechando para hacer todas esas cosas que me recuerdan que soy un ser humano, como ducharme, dormir en cama, lavar la ropa y charlar con otros seres humanos.
La ruta hasta aquí ha sido dura… bueno, maticemos, mitad dura y mitad asequible, tirando a blanda como mantequilla. Me explico.
El día que salí de Punta Arenas fue bastante feo, un viento bastante jodido en contra y una carretera infernal con muchos camiones, pero el día tuvo su aliciente. Para empezar ví mi primera ballena. Fue en Cabo Negro, estrecho de Magallanes; apenas un penacho de blanca espuma y un lomo oscuro asomando fugazmente en el agua, lejos, muy lejos, pero me llenó de emoción y me dio fuerzas para continuar. Por si fuera poco, a los pocos kilómetros tuve mi primer encuentro con vida inteligente, es decir, una parejita de ciclistas franceses que iban hacia el sur, y venían nada más y nada menos que ¡desde Washintong D.C.! Charlamos un rato y me proporcionaron una información muy valiosa de la ruta, sobre todo del paso de la Laguna del Desierto (alguno ya sabe de qué hablo…), pero lo que es más de agradecer es poder hablar de “cosas de ciclistas” y sentirte comprendido.
Acabé el día en un lugar llamado Gobernador Phillipi, tras apenas 60Km de dura marcha. Este punto aparecía en mis mapas como un pueblo o algo así, aunque como viene siendo habitual en la Patagonia en la realidad no es más que eso, un punto en el mapa, y nada más. Tétricas casas abandonadas, una bahía, viento… por lo menos dormí a cubierto.
 Gobernador Phillipi, un delicioso lugar donde pasar la noche.
Al día siguiente desperté temprano, pues la predicción del tiempo auguraba unos maravillosos vientos del suroeste que me iban a empujar deliciosamente en mi ruta hacia el norte. Y así fue. Por una vez, en vez de insultar al viento lo bendecía. Formidable Yegua Aluminio galopaba alocada devorando kilómetros, mientras yo me dedicaba a disfrutar del paisaje y a rezar para que aquello durara. A ratos no podía contener mi felicidad y gritaba y reía a carcajadas, mientras ñandúes, zorros y otra fauna patagónica me miraba con gesto de incomprensión. Por desgracia mi dicha tenía fecha de caducidad pues, al llegar a un lugar llamado Cerro Chico, la carretera vira bruscamente hacia el oeste, y ese viento que había sido mi aliado durante todo el día, como un amor caprichoso y voluble, ahora se oponía a mi avance. Bueno, con 80Km en mis piernas ya no me quedaban ganas de discutir con él, así que ahí se quedó la cosa. Me dirigí a un pequeño bosquete junto a la carretera y allá, protegido del viento por la vegetación, planté mi tienda.
Aquí, en medio de ninguna parte, el atardecer me deparaba una agradable sorpresa. Después de cenar quise aprovechar las últimas horas de luz para dar un paseo de reconocimiento de esos que me gusta dar, y comencé a andar en dirección opuesta a la carretera. El paisaje era una extensa estepa de duras yerbas resecas por el viento y el sol. Aquí y allá crecían chaparros ñires de secos troncos, formando en algunos lugares pequeños bosquetes que tomaban un color grisáceo por las barbas de fraile que pendían de las ramas. A escasos trescientos metros de donde yo acampaba, el terreno formaba una pequeña vaguada y, al acercarme, descubrí una pequeña laguna de aguas azules, donde tranquilamente se alimentaban canquenes, bandurrias y, ¡oh, sorpresa!, una docena de flamencos. Caminaban por las someras aguas sumergiendo aquí y allá sus picos, con su plumaje rosa incendiado por la luz del atardecer, ofreciendo un hermoso contraste con el azul de las aguas. Sólo cuando hubo anochecido me alejé de allá.
 Alrededores de Cerro Chico.
Después me dediqué a tocar la armónica hipnotizado por las llamas de un pequeño fuego, saboreando el día pasado, hasta que el cansancio me pudo y me acosté en un estado cercano a la felicidad absoluta.
Al día siguiente el tembleque de la tienda me indicó que el viento se había despertado peleón, venía del noroeste y con ganas de jugar, así que tras apenas dos kilómetros de pedaleada paré un bus que pasaba por ahí y le hice un corte de mangas al viento.
Siempre que me monto en un vehículo siento arrepentimiento: oigo una voz dentro de mí, muy gaucha ella, que me dice “¡Puuuta, güevoón!¿Por qué no lo hiciste antes?!” Ah, las contradicciones del ciclista…
En el autobús viajaba una orquesta de adolescentes; uno soplaba suavemente la flauta travesera, otra pellizcaba la cuerdas del violín tocando distraía una melodía improvisada; delante mía dos muchachas cantaban alegres “Un elefante, se balanceaba, sobre la tela de una araaaa-aña…” Yo me acomodé en el asiento sintiendo el calorcito del sol, mientras a través de la ventana veía pasar el paisaje veloz… demasiado veloz, pensé, ahora si, con verdaderos remordimientos. Bosques de ñires, lagos, las lejanas montañas… y Formidable Yegua Aluminio piafando de soledad en la bodega del autobús. Al cabo de un rato, exactamente cuando ya había 371 elefantes colgando de la tela de araña, lo que además de ser totalmente increíble incluso para una canción, es un desafío a la paciencia de cualquiera, mi cerebro maquiavélico ideó un plan audaz (y no exento de riesgo) para hacerlas callar. Tras asegurarme de que nadie me veía, lentamente introduje mis pies bajo el asiento de las minas cantarinas. Después, disimuladamente, me descalcé, colocando mis pies+calcetines+140Km de pedaleada exactamente bajo la vertical de sus pituitarias. A los dos segundos las chicas empezaron a  balbucear, y tras otros tres segundos de exposición  a los miasmas fétidos de mis extremidades cayeron en un profundo sopor, que técnicamente se conoce como “coma inducido”. Una vez cumplido mi objetivo procedí a calzarme rápidamente, pues la cercanía del conductor (estaba en segunda fila) hacía muy arriesgada la maniobra, y bajo ningún concepto quería morir en accidente de bus habiendo venido a andar en bici. Por fin pude continuar mi viaje en paz.
En dos horas escasas recorrí una distancia que en bici me hubiera llevado dos días, y por fin llegué a Puerto Natales, en las orillas del Seno Última Esperanza, nombre muy patagónico. Antes de bajar di un par de bofetadas disimuladas a las minas, que se despertaron sin problemas (el coma era reversible) aunque, eso si, un poco confusas y arrugando la nariz desconcertadas.
Saqué a Formidable Yegua de Aluminio de la bodega y, entre relinchos y cabriolas de alegría, me fui a buscar un hostal.
Hoy marcho al Paine, uno de los rincones más hermosos y (me temo) más turísticos de la Patagonia. Llueve, pero eso también significa que no hay viento… hay que aprovechar

2 comentarios:

  1. Ese guebonnnnn! Animo tio, flipatuko duzu Torres del Painen. Irakurri ezazu Puerto Natalesetik El Calafaterako bideari buruz bidali dizkizudanak posta elektronikoan. Je, agian berandu da...

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  2. torres del paine..... que preciosidad de sitio! alli estuve 5 dias, hasta poder verlas enrojecer por el brillo del amanecer, pero, pobre de mí, la mañana despertó nublada y me tuve que conformar con lo vivido durante el trayecto hasta ellas (nada que envidiar, tambien te tengo que decir). Ojalá puedas disfrutarlas en su esplendor, y ojalá no haya demasiados turistas, de esos que a tí te producen sarpullido...

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