viernes, 13 de mayo de 2011

Rurrenabaque y Riberalta, orillas del río Beni, amazonia Boliviana

El techo de chapa de albergue crepita bajo la fuerte lluvia. A veces, fuertes ráfagas horizontales empujan las frías gotas bajo la techumbre y me alcanzan en mi hamaca, y me siento un poco más cerca del capitán Ahab que, abierto sobre mi regazo, surca los océanos y se enfrenta a tempestades y otros peligros por dar caza a la temible ballena blanca, Moby Dick. La tormenta, rumiada por largo tiempo en interminables horas de pegajoso bochorno, ha estallado por fin, y su opaca y chorreante masa gris lo ocupa ahora todo. La orilla opuesta del río Beni queda ahora oculta por una espesa cortina de agua; sólo de modo difuso alcanzo a adivinar las siluetas de las palmeras y los altos árboles que conforman la impenetrable selva que queda más allá. De vez en cuando, el apagado petardeo de una embarcación bajando por el río llega hasta mis oídos, o escucho las desesperadas quejas del loro del albergue, inválido y olvidado bajo la lluvia. Todo lo demás es el estruendo de la lluvia.
Esta y otras lluvias han dejado los caminos impracticables, lo que nos obliga, a Aluminio y a mí, a aguardar a que el tiempo mejore en este pueblo, Rurrenabaque. Rurrenabaque es una especie de Disneyland de la selva, a donde miles de turistas de todo el mundo llegan buscando una excitante (y simulada) experiencia de supervivencia en la jungla. ¿Y qué hago yo aquí? Bueno, yo sólo quería un machete. ¿Que qué tiene que ver un machete con todo esto? Pues es bien sencillo: de nada sirve un machete en el altiplano. Un machete requiere de pesados racimos de plátanos que arrancar de la palmera; requiere de una impenetrable maraña de vegetación contra la que estrellar su mellado filo; y en definitva requiere, por qué no, de amenazantes anacondas que decapitar con su oxidada hoja. Es por eso que decidí venir a la selva.
Atrás quedó pues el monótono altiplano boliviano, sus eternas rectas rodeadas de pampas infinitas. Atrás quedan las cholitas con sus polleras acampanadas y sus bombines ingleses, sus rostros de bronce cincelados con los rasgos del Inca. Abandono tambíén La Paz, en cuyas calles resonaba todavía la dinamita de las protestas mineras. Me olvido, en fin, de los frescos y despejados días andinos, y me lanzo en un vertiginoso descenso hacia la brumosa y asfixiante selva, donde podré, por fin, estrenar mi machete.
Pero ojo; salir de La Paz un soleado día de abril, ascender hasta el paso de La Cumbre, a 4.700m, y descender después hasta la selva, es algo que supera toda capacidad de asombro.
Para empezar, hay que pedalear durante muchos kilómetros entre el caótico tráfico de esta gran ciudad, sorteando autos, camionetas y camiones que, en su despreocupado ir y venir, te saturan los alveolos con el humo del recién nacionalizado petróleo boliviano: y no hay pausa para tus pulmones, ahogados ya por el escaso oxígeno de la altura. De vez en cuando paras para recuperar el aliento, y al volver la vista atrás descubres que la ciudad se extiende hasta el infinito, un colosal agujero cuyas escarpadas paredes están tapizadas de ladrillo, desde el fondo del valle hasta las cumbres más elevadas. Y poco a poco, pedalada a pedalada, vas dejando atrás hasta la última casita, y por fin, al volver la vista atrás, ya no ves más que montañas y más montañas, y delante tuya de nuevo la carretera, toda para tí, sin semáforos ni cláxones.
En el alto hace frío, una densa niebla oculta todo el entorno, y antes de empezar a bajar te abrigas. La bajada es vertiginosa, el olor a freno forzado anticipa los autobuses, cuyas serigrafiadas traseras ves aparecer entre la bruma: Jesucristo en su calvario y las mujeres desnudas, blandiendo enormes espadas contra temibles dragones, compiten en popularidad en estas auténticas obras de arte con ruedas. Aluminio los sobrepasa fácilmente, ante la atónita mirada de los pasajeros que ven una sombra gris que les adelanta entre más sombras, mientras el inquietante eco de un relincho resuena entre las escarpadas laderas de los Andes. A los pocos kilómetros abandono la ruta principal, pavimentada, y tomo el desvío de la "Ruta de la muerte", conocida así por ostentar el triste record de ser la carretera que más muertes anuales provocaba en todo el mundo. Hoy en día, sin embargo, es una delicia ciclista: 35Km de bajada por una pista de tierra, estrecha, solitaria, flanqueada por profundos precipicios al fondo de los cuales serpentea un río de aguas turbulentas, y una vegetación que se va haciendo más exhuberante por momentos. Enormes mariposas de colores, helechos gigantes, cascadas de ensueño,... hasta que finalmente llego a la llanura infinita de la selva, a apenas 200m sobre el nivel del mar, a pesar de que a estos ríos les quedan todavía más de 5.000Km que recorrer hasta el Atlántico, lo que da una idea del relieve del lugar.

Carretera de la muerte. Mal lugar para cruzarse con un bus.

Y por esta llanura pedaleé durante seis días hasta llegar a Rurrenabaque, seis días de calor, humedad insoportable, mosquitos, polvo, y una ruta, ésta sí, peligrosa de verdad, con un tráfico pesado e intenso que la hace poco recomendable.
Pero ahora ya estoy en Rurrenabaque, y puedo descansar.

 

Riberalta, 550Km al norte de Rurrenabaque, río arriba. Otros seis días de pedaleo bajo el inclemente clima tropical separan estas líneas de las escritas más arriba. Los ultimos días que pasé en Rurrenabaque los empleé en montarme en "la montaña rusa" y "la noria", estrellas de aquel parque de atracciones selvático que, recordemos, es Rurrenabaque. Algunos me llamarán hereje, otros fariseo: yo no alegaré nada en mi defensa. Sólo diré que la bronca que Aluminio me echó por haberla dejado durante seis largos días abandonada en el patio del albergue, mientras yo me iba de excursión con un grupo de turistas de las más diversas procedencias, me ha disuadido de volver a caer en la tentación en el futuro. Con esta certeza, y habiendo redimido mis culpas, seis días de duro y aburrido pedaleo mediante, tengo la conciencia en paz, y puedo continuar con el relato.
La ruta desde Rurrenabaque a Riberalta es aburrida: una inmensa recta, sin apenas curvas y sin una sóla cuesta, castigada por el sol, interminable, monótona y polvorienta. La carretera es una ancha línea de tierra roja que, como una gigantesca y sangrante herida, se extiende durante cientos de kilómetros a lo largo de la selva. Y creciendo a ambos lados hay una grave infección, que ha talado o quemado la selva y puesto en su lugar pastos para los caballos y las vacas. Sólo de vez en cuando se atraviesan sombríos parajes rodeados de la selva original, aunque esto no hace más que aumentar la pena.
Con esta perspectiva, poco hay que resaltar de esta etapa. Un día paré a acampar junto a un pequeño riachuelo. Era pronto todavía y me fui a pescar un rato, aparejo y un poco de chorizo, me olvido de la cucharilla en estas aguas opacas. Me senté a la sombra, junto a una pequeña poza de aguas turbias, en un lugar donde la orilla caía abruptamente hacia el agua, y desde esa pequeña altura me dediqué a echar el anzuelo. Una y otra vez lo eché, sin más suerte, avergonzado por la facilidad con la que una pareja de martines pescadores se zambullía en el agua una y otra vez, saliendo siempre victoriosos. Y en esas estaba cuando mi mirada, en uno de sus distraídos paseos, fue a posar su atención en un tronco que había sumergido justo bajo mis pies, un tronco que había visto hacía un rato, pero que sólo ahora...¡ostia! ¡Pero si es un yacaré! Y allá estaba el bicho, dos metros y medio de lagarto, mandíbulas de dos palmos, con su inquietante mirada fija en mí a través del agua, esperando a que yo mordiera el anzuelo del refrescante baño. Así que resolví que la jornada de pesca se había terminado, y me retiré de ahí pensando que, yendo a esquilar, casi vuelvo esquilado.
Ahora  me pudro en Riberalta, me aburro, me desespero, esperando a que el bote que me va a sacar de aquí logre los permisos necesarios, consiga el gasoil, acabe de ser cargado, el capitán se cure de la malaria... o yo qué sé qué más, de tantas excusas para el retraso que he oído ya. Por suerte, tras un breve regateo, he logrado bajar el precio del viaje a la mitad, y estoy seguro de que a pesar de eso sigue siendo abusivo. Y una vez embarque me espera una semana de tranquilidad durante la que remontaremos el río Madre de Dios hasta la frontera Peruana: nada de pedalear, nada de cansarme bajo el sol. Sólo tumbarme en la hamaca a la sombra y leer, tocar la harmónica y sestear.
Amén.


2 comentarios:

  1. hello aritz:

    hasteko animo iruñetik. dakizunez lobby egin dugu zuen aitarekin eta berriz komentatu genion gure proposamena, badaezpada gurpla igortzearena alegia. aste bete aurreikusten baduzu nonbait eta hala nahi baduzu, erraguzu, eta gurpila bidaliko dizugu, behar den bezala.bitartean adi kokodriloekin eta inguruko jainkoekin. besarkada bat eta 3 muxu 2.eskuatik

    ResponderEliminar
  2. Ostia Aritz! Acabo de estar con el del barco que te trajo al Chivé. Yo estoy ahora aquí esperando salir con un comerciante peruano hacia Puerto Maldonado esta noche. Por cierto soy Rubén de Iruñea y te he seguido en algunos momentos tus pasos. Este es mi correo: rubenatz@gmail.com
    Escríbeme, a ver si coincidimos en la ruta de una vez!!!
    Yo llegaré mañana de madrugada a Pto Maldonado, espero...

    ResponderEliminar